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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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HUBO UN TIEMPO en el que las gentes concedían el símbolo de lo universal al fuego. La hoguera iluminaba la sociedad y la luz se entendía como resultado de este fenómeno del fuego, instrumento primitivo del quehacer humano. Donde no hay fuego, como donde no hay harina, todo es mohína. Pero cuando el fuego resplandece, hasta la paz de los difuntos se estremece. París, que era la ciudad-luz por antonomasia, expresaba el signo más significativo: «París se quema», se gritaba con horror y el universo mundo reflejaba el gran incendio que crepitaba como una amenaza universal. Los pueblos, sometidos a toda clase de atentados cifraban su riesgo máximo en el fuego. Y los habituales del terror lo utilizaban con sádica frecuencia, hasta saciar sus instintos de destrucción, reduciendo a cenizas todos los signos de una civilización en marcha. Se anunciaba la era de la gran catástrofe. La hora de la venganza. Y desde todos los rincones del mundo comenzaron a surgir los profesionales de la pirotecnia aniquiladora. Y los núcleos sociales se habituaron al fuego como instrumento de destrucción masiva, como réplica de un sistema de vida sometido al imperio de la fuerza, del desquite y de la reducción del mundo a su mínima y más miserable expresión. Y comenzaron a practicarse los incendios de bosques, de ciudades enteras, de centros de cultura y de todo aquello que significara progreso y civilización para responder al espíritu reivindicativo de los carboneros malditos. Arden las ciudades, sin que las autoridades obligadas al cuidado y seguridad de los bienes de la civilización, sin que los verdaderos responsables, sean capaces de contener la hecatombe. Y los pueblos se convierten en piras y las tierras del pan en escombros: Arboledas y sembraduras acaban convirtiéndose en espacios desérticos, condenados a hundirse en fulgores de su propia desesperación. Las marcas de las viejas civilizaciones se desploman y Grecia, cuna y madre de culturas demanda ayuda cercada por el fuego. Y el litoral español intenta apagar los feroces envites del fuego desplegando hombres de guerra para la pelea. El mundo es un ascua encendida, un montón de cenizas negras y nada nos anuncia que los gobernantes vayan a dar por fin con los recursos que el mundo necesita con urgencia para sobrevivir. Y seguiremos asistiendo impasibles al espectáculo dantesco de los campos abrasados, de las catedrales amenazadas, de los seres humanos convertidos en fugitivos del fuego. ¿Quién quema los bosques del señor conde? ¿Quién está convirtiendo las glorias de la cultura en miseria? París se quema. Y Grecia y Portugal y España. ¡También España, señor conde, también España!

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