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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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HUBO UN TIEMPO en la sociedad española en el cual la mentira se castigaba como un delito. Y en la tabla de la ley aparecía la mentira como un pecado capital. Los maestros de niños y de adultos procuraban sobre todo dotar a sus alumnos de una gran fortaleza ética. Y no mentían ni para ganar puntos ante el cura de la parroquia. Luego, la sociedad hispánica, quizá por declinación de su repertorio de virtudes, fue abandonando el rigor de la práctica moral de la verdad, colocándola en un segundo término de los méritos civiles. Comenzó a mentirse a manos llenas, a corazón abierto y así como se decía que el que no pedía no mamaba, se repetía que el que en España no mentía se quedaba de cuadra para toda la vida. Y si se trataba de alguna mujer adelantada a su tiempo, o terminaba en monja o en puta. La mentira se convirtió en un dispositivo intelectual para uso de comerciantes, de industriales, de tirios y de troyanos. Y como el comer y el arrascar no tenían más que empezar, el mentir se hizo tan corriente y moliente, que resultaba dificilísimo dar con un grupo civil en el cual no se practicara la mentira. Así conseguimos los españoles cubrir etapas tan densas, tan complicadas, tan confusas y hasta tan trágicas que el que no mentía acababa en el trullo, salvo que consiguiera usar de su virtud como mentiroso escatológico, para alcanzar un puesto oficial, bien pagado, en alguno de los múltiples negocios municipales, provinciales o nacionales, que para todos había material humano para dar con un palo. La política, en aquella época, que era la de los apóstoles, se practicaba con un cierto punto de decoro. Y era raro el personaje que, habiendo conseguido un cargo en el Ayuntamiento, por ejemplo, o en la Diputación por otro mal ejemplo, resolvía sus pleitos políticos personales mediante el uso de la mentira. La verdad por delante, se aconsejaba en las escuelas para pobres. Y la lección fue acogida como si se tratara de una lección de ética, por cuantos obtenían un puesto a la lumbre de la hoguera oficial. Para justificar lo injustificable se oponía la realidad a la invención y si en España temblaba la tierra, se justificaba la desgracia informando que para terremotos en Sumatra. Si en nuestras carreteras caían bajo ruedas centenares de víctimas, se aludía que muchos más muertos se producían en Francia y si para entender el desparpajo con el cual los responsables de nuestros organismos representativos atacaban la bolsa presupuestaria, apelaban para entender el despropósito a que en los Estados Unidos aparecían más defraudadores que en la España de Franco¿ Y así seguimos, mediante el establecimiento de la mentira como instrumento defensivo. Aquí, hoy, no miente el que no puede y se entiende la mentira habitual del discurso político de nuestros días y de nuestros hombres y mujeres como un signo de progreso. Antes solamente decían la verdad los que no tenían nada que decir. Como hoy, pero más caro, mucho más caro¿