CRÉMER CONTRA CRÉMER
¡Taxi!¡taxi! ¡taxi!
EN LEÓN, que es tierra de andadura, no hay taxímetros para recorrer la ruta turística. El Ayuntamiento, sin duda siguiendo las indicaciones de la Asociación de Taxistas, decidió, en un tiempo especialmente desfavorable, reducir el cupo de taxis, para promover el tránsito urbano mediante autobuses. Sus razones tendrían los taxistas para decidir tan drástica medida. Pero el resultado, en la práctica, no pudo ser menos afortunado: León, repetimos, que es tierra poblada de hombres de andadura obligada, no tiene medios para trasladarse de un lado a otro en caso de urgencia o simplemente para acudir a su trabajo, el que tuviera la fortuna de disponer de uno. Yo soy un habitual del taxi. Me interesan grandemente los servicios que el instrumento puede prestar a la sociedad de la que formo parte y rompe mi gráfico laboral si no existe un taxi de fácil acomodo para el usuario. ¿Por qué el Ayuntamiento cercenó el índice de taxistas de una ciudad que les necesita? ¿Se trata de beneficiar el transporte urbano fácil y barato? ¿Se intenta eliminar una de las industrias imprescindibles para la regulación normal de la ciudad? Todos los días, a veces incluyendo los domingos y fiestas de guardar, salgo de mi casa camino del trabajo. Es la hora justa del taxi. Acudo rápido al puesto de San Francisco, que es de donde parten los vehículos de mi incumbencia. Y ¡ay de mi! No hay ni un solo taxi para un remedio. Me coloco bajo la señal conveniente, pensando en citar a los responsables de mi retraso a los señores del volante, pero me resisto. Soy un ciudadano civilizado y no puedo pensar en que la medida para reducir el número de taxis en el servicio urbano, haya sido tomada para molestar al personal o para facilitar el enriquecimiento de algún perezoso amigo de la cama. Al cabo de una espera de más de media hora, llega un vehículo. Corro a tomarlo antes de que se me aparezcan competidores. Y le señalo al conductor el lugar de mi destino, en la avenida sita a unos metros, un destino de fácil acceso. Pregunto por el importe, y me veo sumido en un desconcierto alarmante: No se sabe que es lo que marcará el taxi, pero lo cierto es que un día me cobran dos euros y treinta céntimos, otras veces, sin que se hayan producido inconvenientes, me piden tres euros y cincuenta y el último día de prueba, me demandan tres euros y sesenta céntimos. Y uno que anda loco con el sistema de precios de los artículos de necesidad no sabe a qué fenómeno acusar de manipulador, de librecambista o de árbitro del dinero ajeno. El caso es que pago y callo. Es decir, no callo, porque estas letras sencillas y respetuosas para los profesionales del taxis no son sino la expresión de protesta por varios errores o libertades que se permiten sin licencia los unos contra los otros. ¿Quién cercenó el número de taxis en la ciudad? ¿Quién regula y controla el precio de los servicios? ¿Tiene misterio el instrumento del taxímetro para que se pueda concebir que por un mismo servicio se cobren tan diferentes precios, sin que sea posible suponerlo un fraude ni una libertad ilegal? Lo siento, pero es que sin taxi no doy pie con bola.