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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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ANTES DE ENTRAR en lo que se da por entender como tiempo de acción, creo que es mi obligación de buen cronista gratuito establecer cuales pueden ser los episodios más relevantes de la novela local. Es domingo cuando escribo estas líneas y hay sol en todos los barrios. Recibo con la relativa alegría con que se suelen admitir estos eventos, a un matrimonio mozárabe y a una su niña, una muchachita de apenas ocho años, de ojos asustados y la color tomada por los vientos que nos llegan de la montaña. Vienen de Tetuán, creo, y mi conocimiento con el padre de la criatura y señor del hogar marroquí, data de cuando la guerra aquella nuestra y de los moros, en la que perdimos tiempo, dinero y hombres. Muchos murieron, otros fueron muertos alevosamente. Pero quedó este amigo de la madre africana que no olvida el tiempo en el que le fue correspondido, cumplir el servicio militar -que decimos los españoles- por la Patria, el Rey y se sospecha que Mahoma, el profesora misericordioso hasta que se demuestra lo contrario. Como buen caballero español, acogedor y fraterno, les recibo en mi chabola y les ofrezco té verde que es al parecer lo que le priva al musulmán visitante. El amigo moreno acepta la invitación y me sonríe, luego advierte la cortedad de su esposa, compañera o lo que fuera, y le sugiere que acepte mi invitación. La niña que traen consigo, es menuda pero bella, con ojos grandes y un rostro como pulido. Se cubre con un velo que más bien parece un cubrecabezas montañés cuando el frío domina, pero ni siquiera cuando le hago la invitación de que en esta su casa no hay inconveniente ni existe ninguna ley que impida que la mujer se despoje de velos o sombreros para ocultar esa parte noble de su estatua, rompe o ciega su sonrisa ni su silencio y sigue inmutable y cubierta hasta la barbilla. Le pregunto al padre de la criatura si ha sido él mismo el que ha establecido esa costumbre del velo y me responde que no, que es la misma niña, que resulta más religiosa que Alá en su mezquita. Y es entonces cuando se promueve el problema del velo obligado en las escuelas, para los niños llegados en patera o empujados por el viento de la necesidad. Y cuando yo le sugiero que inevitablemente esta obsesión o regla o norma religiosa del velo como señal legítima de religiosidad no puede sostenerse en un país como España en el cual se formulan leyes que deparan libertad para niños y ancianitos y que no es justo, ni lícito, ni tolerable que en tanto que un católico apostólico para visitar la mezquita o cualquier centro marroquí se ve obligado a respetar las normas establecidas, los del Islam pueden exigir que sus hijos, llegados por azar a la península hayan de ser los españoles los que se vean obligados a respetar las leyes que regulan la vida de los creyentes islámicos. Y a eso es a lo que debemos llegar en nuestras rogativas por un mundo solidario y fraterno: A que ni los unos ni los otros se empeñen en imponer a los demás los sistemas de vida cultural, religiosa y política que se hayan dado. ¿O no?