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Publicado por
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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En la Liturgia de este domingo nos encontramos ante un test de vida cristiana. Actual y de todos los tiempos: esto es la parábola del fariseo y del publicano. Jesús la pronunció por algunos que se creían buenos, que estaban seguros de sí mismos y que despreciaban a los demás. Todos tenemos en nuestra vida un ramalazo farisaico que nos lleva a creernos buenos, mejores que otros a quienes quizá compadecemos y hasta amamos, pero desde nuestra situación de «mejores». Todos, en alguna ocasión, hemos pensado en lo que Dios nos dará «como justa paga por nuestros méritos». El fariseo es el personaje consciente de su buen comportamiento, que compara y enjuicia precisamente porque él es fiel cumplidor, y bueno, de lo mandado. No es por tanto un personaje orgulloso, cuanto un personaje que reza y se comporta desde sus derechos. El publicano es el personaje consciente de su mal comportamiento. Por eso no compara nunca ni enjuicia. Es el que cree tener siempre obligaciones. Nunca derecho sobre los demás. Publicano es el que se da cuenta de que el mal no está solamente fuera, sino dentro de él. El que sabe que él mismo también está implicado en el mal, que no tiene las manos limpias, que no puede echar la culpa sólo a los demás, sino que también él tiene que convertirse, cambiar personalmente. Y la única arma eficaz que tenemos contra el mal es la del publicano. Es decir, reconocer con sencillez que somos unos fariseos. Nuestra oración debería ser: Señor, ten compasión de este fariseo que hay en mí. Aquí está la enseñanza que Jesús nos da en esta parábola: nuestra oración, nuestra relación con Dios, no debe ser la de una gente que vive satisfecha de lo que es y de lo que hace, y que se presenta delante de Dios para que Él mire sus libros de cuentas y se los apruebe, sino que debe ser la de una gente que sabe que le queda todavía mucho que andar, que le faltan muchas cosas, que no puede sentirse tranquila con su vida, que debe esperar más. La Palabra de Dios también nos invita a comenzar desde abajo nuestro camino cristiano. Comenzar desde abajo -«humillarnos»- es no tener miedo hoy de hacernos las preguntas simples y elementales, pero para ser respondidas por nosotros mismos, con nuestras propias palabras y según nuestros reales sentimientos. Cosas tan simples como éstas: ¿Quién soy? ¿Para qué vivo? ¿Qué representa para mí Jesucristo? ¿Asumo el Evangelio como forma de vida? Y otras por el estilo... Comenzar desde abajo es leer y meditar el Evangelio para descubrir si tantas cosas religiosas como hoy hacemos y decimos responden verdaderamente al espíritu y a las palabras de Jesucristo o si, más bien, son viejos desechos de un cierto orden político-religioso que está feneciendo. Comenzar desde abajo implica no tener miedo a hacernos un serio cuestionamiento acerca de nuestra forma de vivir el cristianismo en el hoy y aquí de la historia, preguntándonos, por ejemplo, si nuestro cristianismo es liberador del hombre, si atiende más a la justicia que al culto, si cuida más el amor que la sujeción a la ley.

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