Difícil llorar con sida
La ONG Mujeres Viviendo con VIH recoge en Latinoamérica testimonios infantiles de valentía frente a la ignorancia y la discriminación que les rodea en muchas ocasiones
La historia del VIH-sida infantil es un estremecedor retrato de valentía frente al peligroso círculo vicioso que dibujan la ignorancia y la discriminación. El virus hace más daño cuando se reviste de rechazo social, que no sólo margina a las personas infectadas y a sus familias, sino que pone barreras a la imprescindible educación preventiva para frenar la pandemia. Pero esos muros no detienen a las niñas y adolescentes seropositivas, que, como cuenta la salvadoreña Candela, nunca miran para otro lado: «Supe mi diagnóstico cuando tenía 9 años. Me lo dijo una doctora. Yo no me asusté. Y ni siquiera lloré». «Ynisiquieralloré» es precisamente el título de un libro publicado por ICW-Latina, rama latinoamericana de la organización no gubernamental Comunidad Internacional de Mujeres Viviendo con VIH-Sida, que recoge los testimonios de una docena de muchachas que han aprendido a convivir con el virus. Como aclara la panameña Morena, «sólo tenemos otra situación de vida. Porque yo me siento igual que todas las adolescentes». Y lo confirma María Mansilla, la periodista de ICW-Latina que recoge ese «viaje» infantil por los sentimientos: «¡Si son como todas las niñas que conozco! La epidemia las obliga a crecer de golpe, pero no logra -para nada debilitar su mirada al futuro ni sus sueños». Dando la cara «Les sobra valor», remacha Mansilla. Tanto, que algunas han vivido su propia marginación como una obligación de «cambiar eso», hasta convertirse en rostro visible de la lucha contra la discriminación. Con sólo 10 años, Fernanda destaca que «en Bolivia todos saben lo que tengo, y eso me da tranquilidad», y agradece que sus amigas la ayudaran «jugando conmigo y estando cerca de mí para que no estén diciendo, así, cosas». Pero no siempre fue así, porque «hartas veces» le hicieron el vacío -«¡ay, que tiene sida!» , y «algunas compañeras decían: ella te va a transmitir nada más que te toque». El apoyo de la directora del colegio fue clave: advirtió a los padres de que «si no dejaban jugar conmigo a los otros niños, no me iba a echar, que mejor se iban ellos de la escuela. Y después se acostumbraron». A Keren, hondureña de 11 años, también le molestaban «unos chicos que me decían sidosa», pero la denuncia de su discriminación por parte de sus padres dio notoriedad al caso y al final pesaron más los «muchos compañeros que me apoyan». A ella le gustaría ser «abogada o doctora, porque quiero ser como mi mamá», que trabaja junto a su esposo en la Fundación Llaves para resolver los problemas del VIH-sida sin que ningún obstáculo -«mi papá está enfermo, no puede caminar y está ciego, pero tiene su programa de radio»- les detenga. Discriminación obsesiva Les sobra valor y generosidad, incluso cuando, como a la mexicana de 13 años Rosario, la vida les golpea sin compasión. «Vivo con mi abuela, yo le digo mi mamá. Porque mi mamá se murió cuando yo era pequeña», dice, antes de recordar al médico de pueblo que aconsejó «que me llevaran a mi casa porque me iba a morir porque no había remedios», o aquella obsesiva discriminación vecinal que alcanzó a la tienda de su abuela-madre de 73 años, a la que «habían dejado de comprar porque nos tenían miedo». Ella dejó de ir tres años a la escuela cuando los padres sacaron a sus hijos -unos «decían que para qué quería estudiar, si de todas formas me iba a morir»; otros que «estaban dispuestos a pagar un maestro particular»- y «el director me expulsó». Tuvieron que llegar desde la capital mexicana representantes «de los Derechos Humanos a inscribirme» para que todo cambiara, y «todas las personas que nos trataban mal, ahorita ya no». Con 9 puntos largos de promedio escolar, a esa muchacha de Chiapas le sobra nota para estudiar cualquier carrera, pero le gustaría ser enfermera. Eso confirma los sueños educativos y sociosanitarios de las menores con VIH, cuyo coraje para afrontar el diagnóstico se traduce en optimismo vital y, cada vez más, en activismo en la lucha antisida. Y ahí sobran las lágrimas de impotencia. Lo que sí cabe es el llanto que se les escurre por las ausencias a Angelical, hondureña de 10 años, o a Cecilia, peruana de 13. Una, porque «hay veces que me pongo a llorar porque extraño a mi papi». Y otra, porque incluso siendo «bien fuerte» -«cuando mi abuela me lo contó, yo no tuve miedo»-, la emoción puede desbordarse al ver «los juguetes que me regaló mi mamá» y acordarse de ella. A Morena, panameña de 17 años, se le escaparon las lágrimas cuando su mejor amiga «estaba llorando por mí» al contarle que estaba infectada. Y también «se pusieron a llorar las psicólogas» de Lizzie, guatemalteca de 16 años, «cuando les contaba mis cosas». A ella misma se le «hizo un nudo en la garganta» tras saberse seropositiva, y «quería llorar, pero no sabía cómo expresar eso».