Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Flores para los vivos

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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EL SOL PIADOSO se atrevió a salir sin ruido gloriosamente. El otoño leonés, con la hora de retraso debidamente cumplido parecía nuevo y jubiloso. Grandes mazos de flores aparecían bordeando algunas calles y para los interiores se habían compuesto reales expresiones del lenguaje de las flores. Estábamos en el tiempo solemne de los difuntos, de los fieles difuntos y hay en la ciudad como un aliento singularmente conmovedor. Las gentes pasan lentamente por delante de los puestos de flores y se detienen. ¿En qué piensan las gentes cuando se quedan como cuajadas ante esta expansión floral? Sencillamente, inevitablemente, los vivos se acuerdan de sus muertos queridos, de aquellos familiares que constituyeron la parte más sensible y conmovedora de su condición civilizada: La mujer amada, la madre, la hija, la novia, la mujer que pasa, la anciana que se detiene. La vida adquiere color y forma pictórica. La Ciudad es un cuadro vivo. Y solamente aquellos que tienen seco el corazón, pueden pasar por delante de estas figuraciones de color sin sentirse mencionadas. Porque en realidad este modo de recordar a los seres amados lo que demuestra es que están vivas y que sienten cariño hacia las cosas. Se habla de que las demostraciones de dolor que se ensayan en el corral de los muertos, con la solemnidad tradicional perfectamente seguida en sus reglas y costumbres puede ser representación del cóncavo espejo de la hipocresía. Pero estas flores de la calle no tienen el temor de la mentira fúnebre, del campo santo, ni de las luminarias alquiladas ni de las preces rezadas siguiendo los ritos establecidos. Estas flores de la callle, que aparecen como si se tratara de una forma de solemnísima promesa de amor mantenida en la tierra, nos rehabilitan, nos perdonan ante nuestros muertos queridos y nos sentimos salvados de toda tentación de mentira, de falsedad, de apariencia. En el Campo de los Muertos, precisamente por el montaje a que tradicionalmente estamos obligados, todo resulta un tanto opaco, como cubierto por una nube encargada de simular la verdad. El florilegio de la calle por el contrario carece de obligadas normas de cumplimiento para salvar las formas: Sencillamente se limitan, nos limitamos a ser como homenaje silencioso y profundo de la verdad de los sentimientos del ser humano, que no se resigna a cubrir las obligaciones del muerto en el hoyo, sino que obliga a descubrirlo que en nuestro interior navega. Mármoles, luminarias y flores sobre los mármoles recién lavados descubren nuestra tendencia a la obediencia de la moda o de la costumbre. No lo puedo ni quiero olvidarlo, pero siento que este ceremonial de los difuntos debería tener un dispositivo público que obligara a convertirlo en una manera sincera y emocional de entender la memoria, esa sí que histórica que todavía nos une con los que nos anticiparon en el viaje sin retorno. Y si fuera alcalde de mi pueblo, decretaría que en la plaza principal, la que se reservaba para el héroe vencedor en una sola batalla a costa de cubrir la tierra santa de muertos, se erigiera el obligado homenaje dedicado al muerto desconocido. Y hasta si se quiere con una dedicatoria al pie, que viniera a decir, con el sentimiento lírico de Juan Ramón aquello de: «Y tu, Señor, por quien todos/ vemos que ves las almas/ dinos si todos un día/ hemos de verte la cara...»

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