Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Los sublevados

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VICTORIANO CRÉMER
León

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SI BIEN SE mira, me repite el señor de los anillos, España es y ha sido siempre un pueblo para la sublevación de las conciencias. No hace falta recurrir a la historia ni empeñarse en rescatar la memoria histórica para confirmar hasta qué punto somos los españoles, dígase lo que se quiera en aras de la paz de los sepulcros, auténticas ánimas en pena o si se prefiere personajes díscolos que embistan cuando se deciden a usar la cabeza, dicho sea con letra y música de nuestro padre don Antonio Machado¿ Y esta condición, esta manera de ser, este estado de conciencia sigue perfilando la estatura del español. España es también León, o viceversa, y nos vemos sorprendidos frecuentemente con una de sus variaciones, o hacia la derecha o hacia la izquierda, que tanto monta monta tanto, cuando el muesto es peninsular y se ve obligado a responder de todas las aflicciones o renuncias con la protesta, y a poder ser y permitirlo la ley, con la sublevación de las conciencias. Conviene prestar atención a esta característica peculiar de los leoneses, digamos, porque en esta tierra pacífica pero también española, cuando las cosas no andan como quisiéramos los unos encima de los otros, se produce inevitablemente una dimisión, un abandono, una renuncia, que es la forma peculiar de los leoneses cuando se echan a la calle¿ Y saltan los alcaldes, tal vez así el popular Mario Amilivia, que fue alcalde requerido; esos hombres incoherentes, pese a que ellos declaran todo lo contrario, de partidos muy vinculados a la esencia leonesa empeñados en abandonar sus responsabilidades políticas porque sus proposiciones se pierden. Cuando el secretario general de la Unión del Pueblo Español, señor Joaquín Otero, comprueba que su dispositivo personal se quiebra contra el muro de sus sargentos, no encuentra otra forma de sublevación que dimitiendo y declarando que abandona el campo. (Véase cómo Pasqual Maragall, que fue regidor mayor de la Cataluña en pie, rompe sus créditos políticos, en los cuales había entregado su vida, y abandona el campo de sus glorias y de sus batallas más gloriosas). Abandonamos cuando no podemos imponernos, cuando los que vienen detrás empujando con ánimo de derribar, se convierten en oscuros enemigos con los cuales no se puede formar matrimonio estable ni cama redonda. Nos seguimos mostrando ante el muro de las lamentaciones nacionales, y en vez de recurrir a las fórmulas de solución tradicionales, como pueden y deberían ser la meditación y la voluntad, elevando el nivel de los salarios o la amplitud de las escuelas, o la salubridad de las ciudades enfermas, nos enredamos en peleas raciales con los magrebíes, con los sobrantes de la Europa en llamas y con todos los sobrantes humanos que nos llegan subrepticiamente por donde antes llegaban los guerreros de Solimán el Magnífico. Entonces, para corregir los desvíos naturales de la nación, que se producían, como actos bélicos, los españoles, acaudillaron la más gloriosa, -dicen- de batallas, la de Lepanto, en donde por cierto, dejó el brazo el divino manco de la Mancha. En la Cañada Real, en Madrid, se sigue librando la guerra del moro.

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