CORNADA DE LOBO
Cabrera pura
NACE uno en la Cabrera con el mandato de escapar de esas clausuras. Para ello aprovecha el viento que allí mismo da la vuelta por no seguir a ninguna parte. Es la dictadura del «todo ya está visto y no hay más que repartir». Fue de siempre tierra sin jornal, de lo comido por lo servido para quien no tuviera tierra o menester. Las hierbas tenían nombre. Las penas y las vaquitas, como en la milonga argentina, iban por la misma senda: «las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas». Tan tacaña era la tierra a flor de urzal incluso para el centeno, que de antaño hubo que buscar el pan de hierro o de pizarra bajo ella, hurgando hondo en la peña de esquistos y en los barreales arcillosos, siempre furacando y minando, soñando con el tesoro escondido de unas pajuelas de oro nativo, ese que lleva engordando la leyenda de estos lugares desde la romanada medulera y canalona (en la cara maragata del Teleno hay un lagunón, allí entre Filiel y Molinaferrera que tiene en su fondo un carro entero de oro con sus bueyes, que lógicamente también son de oro, faltaría más; pero nadie quiso bajar a comprobarlo y sólo uno midió una vez la hondura largando una piedrona atada a un cabo). Cuando el escritor vasco Ramiro Pinilla presentó en León la biografía novelada de « Antonio B. el Rojo » (ignoro por qué ahora se dice « el Ruso ») me tiré media tarde con él de entrevista y de pajareo comentado por la realidad cabreiresa. Acababa de conocer yo la Cabrera alta; de Castrocontrigo a Corporales te robaba una hora aquella carretera que sólo era camino carretal. Y me fascinaba lo que relataba Pinilla de aquel personaje que huyó del hambre cabreiresa para acabar de vigilante de obra en la capital bilbaína: El Rojo malvivía, malcomía, malpasaba, furtiveaba, robaba de menudo y pobre, iba los domingos de pueblo en pueblo a misa por repetir el comer hostias, pensaba que Franco era Dios al ver sus aviones en aquel cielo virgen, contaba del abuso de mocinas en la propia casa paterna, del párrocos con rija y gobernadores ante cuyo coche, y con miedo, una mujer dejó un brazao de hierba para que comiera el vehículo creyendo que era animal... Pensé que era exageración, literatura... pero entonces vi en Corporales una mujer anciana de treinta años dando de mamar: el pecho y la cara del guajín eran todo moscas.