CRÉMER CONTRA CRÉMER
El tren de la muerte anunciada
EL CRIMEN DEJÓ EN SUSPENSO el ánimo de los españoles. No se sabía exactamente quiénes habían aparecido en escena con una carga de metralla. Y de pronto, cuando se alentaba ya el último tramo de la vía, se produjo la más bestial explosión que recuerdan los siglos. Y centenares de seres humanos que se preparaban para reanudar su trabajo fueron lanzados al viento envenenado. Y murieron abrasados, secos de lágrimas y con la muerte en la boca. Se habló enseguida de que los terroristas de siempre habían sido los causantes de la hecatombe. Pero las sagaces investigaciones pusieron en claro relativamente la identidad de los asesinos. Se trataba, al parecer, de gentes de lejanos extravíos, asalariados del crimen, mercenarios de la muerte que, obedeciendo inspiraciones de falsos profetas, se comprometían a matar, a morir matando, a escribir una de las páginas más amargas de la historia. España no había sido autora de ningún episodio en el cual los alevosos matadores del tren se pudieran sentir ofendidos y humillados. Por el contrario, en la Península Ibérica, se estaba procediendo al acogimiento generoso de cuantos peregrinos del hambre anduvieran a la conquista del pan y de un hogar en el cual vivir con dignidad mínima. A cambio de tanta entrega por parte del pueblo español, siempre dispuesto a partir su pan y su espacio vital con el vecino, éstos, los vecinos lejanos, instrumentaban máquinas infernales y asechanzas canallescas para matar a traición, mediante metralla y cuchillos, a quienes le acogían. Al cabo de algún tiempo los encargados de la mantenencia de la seguridad nacional dieron con los extraviados matadores y fueron recluidos en la cárcel de la villa, como se dolían en la comedia lírica. Y los jueces comenzaron su trabajo, mientras los muertos eran enterrados y regados con lágrimas. Las gentes de la calle se rompieron los velos y clamaron pidiendo justicia. ¿Qué menos cabía esperar? Y después de muy laboriosas averiguaciones los jueces llegaron a la conclusión de que entre los treinta o cuarenta inculpados, no todos eran merecedores de castigo sino más bien casi convenía que se hubiera realizado tal acto de recuperación social. Y aunque se dictaron sentencias que alcanzaron cifras escalofriantes, al final solamente se quedó en un mínimo. Nadie, absolutamente nadie, en este trance tan desconsolador, tan escasamente comprensible ante una tragedia de las dimensiones de las que se anotaban en autos, se sintió impulsado a poner de manifiesto públicamente su desolación, ante tan menguada penalidad, no porque el español mantenga la sed de sangre de los tiempos tristes de la perfidia y la malas artes del perjuro Sinon, sino porque entendiendo la justicia debidamente, era cristiano y democrático, aplicar la piedad más que el rigor ante la culpa. Y los cargos fueron aplicados tan moderadamente que daba la sensación de que los malos no eran tan malos como habíamos supuesto y demostrado los buenos. Y los encarcelados definitivamente sentenciados, se sentaron, ya tranquilos, a la espera de que la misericordia de Alá sea con ellos y así puedan seguir ejerciendo de asesinos de trenes.