Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Don Juan Tenorio en el barrio Húmedo

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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ME DIJERON QUE Don Juan Tenorio, el amante de doña Inés, la chica que iba para monja, andaba galanteando por el barrio Húmedo, y me dije: Esa comedia no me la pierdo. Y no porque en la ciudad no se representen comedias de enredo, sino porque entre las que nos suelen ofrecer, en lugar de personajes líricos y enamoradizos, se nos dan drogados, borrascosos, bebedores y aficionados al botellón. Don Juan era otra cosa. Es cierto que dedicaba sus opciones más relevantes a la conquista de las chicas del barrio, pero también que a la hora del final de la comedia se despedía con versículos conmovedores, como aquellos en que, de rodillas y a los pies de la estatua de don Gonzalo, exclamaba, viendo ya las orejas al lobo: «Mármol en que Doña Inés/ en cuerpo sin alma existe/ mira un momento a este triste/ de mil suertes al través/ conservé tu imagen pura/ y si la mala ventura me aniquiló de Don Juan/ contempla con cuanto afán/ viene hoy ante tu sepultura...» Bueno, la verdad es que no fueron estos los versos con los que este don Juan de taberna y botellón semanal se confesaba ante su difunta, pero vale para entender el espíritu que el autor del texto imprimió a la biografía del gran amador: «Doña Inés, sombra querida,/ alma de mi corazón./ ¡No me quites la razón/ si me has de dejar la vida!...» Eran tiempos románticos en los que se conocía al novio por su palabra y si se trataban de serenar los ánimos y darles un curso legal, el don Juan de pacotilla tenía que esperar cuando menos seis años para conocer el paño. Hoy, las ciencias y el amor adelantan que es una barbaridad y las doñas de la época, se enamoran fulminadas por el celo sexual y establecen compadreo sentimental en un decir Jesús. Cuando Don Juan el Tenorio andaba dando sablazos y poniendo cuernos por Oriente y Occidente, se entendía que aquella efusión había de durar hasta que la muerte de los posibles contrayentes les cerrara el paso. Eran tiempos envejecidos por el mal uso y por la pésima educación que habían recibido los amadores en nómina. En la brillante actualidad de nuestra hora, don Juan sale de casa sin saber con quién va a toparse, y se «ajunta» con la primera chica que le sonríe. Y se divorcian antes de cumplir el plazo señalado por la ley. Y vuelven a buscarse y a encontrarse. Y así hasta cubrir el compromiso consigo mismo. Cuando se produce el enlace entre la chica de melena atrevida y de traseros pulido, el rico salteador de la plaza, le dice al asistente: «Con oro nada hay que falle,/ Ciutti, ya sabes mi intento/ a las nueve en el convento/ y a las diez en esta calle...» Y la función acaba o empieza realmente a orillas del Guadalquivir, con doña Inés rendida sobre el sofá y Don Juan recitando coplas de Calainos. «A quien quise provoqué/ con quien quiso me batí/ y nunca consideré/ que pudo matarme a mí/ aquel a quien yo maté...» Confieso que a mí me sedujo desde niño la figura de Don Juan, de Zorrilla. Era un macarra con labia y con argumento; Don Juan ha muerto. ¡Viva Don Juan Tenorio!

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