A LA ÚLTIMA
El oso de peluche
EN EL orden personal siempre me declaro cristiano. De muy mala calidad, pero cristiano. Y desde esa posición soy muy crítico con la jerarquía eclesiástica y trato con gran familiaridad -a veces excesiva- a los santos. A Dios bendito, siguiendo la costumbre de Forcarei, le llamo, familiarmente, Diosiño. Y estoy convencido de que la presunta comisión de un pecado grave sólo está al alcance de gente como Hitler, Herodes o los inquisidores. En el orden temporal, que también es importante, apenas creo en la función redentora y correctora de la cárcel, y, aunque soy excepcionalmente respetuoso con la ley y los que la aplican, reconozco que entre las personas que más admiro hay muchos condenados -como Galileo, Jesucristo o Boecio- y ni un solo juez. Desde esta perspectiva quiero referirme hoy al complejo de superioridad con el que los occidentales -ricos, laicos y todovale- estamos tratando el incidente de Gillian Gibbons, condenada a cuarenta latigazos por designar un peluche con el nombre -sagrado para 1200 millones de personas- de Mahoma. No se trata de pedir que las normas de educación, convivencia y moral se impongan mediante leyes y castigos. Pero sí de recordar que no estamos libres de pecado como para tirar piedras sobre cualquier cultura. Si en España se condena a una persona por ofender a la princesa Letizia, o por quemar una foto del rey, ¿qué hay de raro en que el nombre del profeta se resguarde -salvando los modelos penales- con similar ahínco? En nuestro mundo sería imposible -o debería serlo- llamarle Jesucristo a una mascota, o ponerle el nombre del rey a un caballo de carreras. La religión dominante entre nosotros dedica el 10 % de sus mandamientos a proteger el nombre de Dios, y todavía ayer, como quien dice, una simple blasfemia generaba la intervención del poder civil. El castigo impuesto a la señora Gibbons es una aberración. Pero también lo es el orgullo occidental que, además de olvidar la terrible historia de sus inquisiciones, dictaduras y fanatismos, decide hacer una tardía iconoclastia -frecuentemente antiestética y maleducada- con todo lo que se mueve. Así que, mientras ganamos la libertad del mundo entero, a cuya quiebra contribuimos como cualquiera, menos orgullo y mejor educación. Sin invocar, líbreme Dios, ni jueces ni castigos.