EL AULLIDO
Margarita, está linda la mar
LA ABUELA MARGARITA murió ayer y todavía. ¿Y cómo sobrevivir a todavía?... Oh, así menguaba el infinito¿ Hacía un frío invernal que helaba manos, pies, recuerdos... El atardecer era pura metáfora visto desde el cementerio de Villalobar¿ Después, ya en León, el cielo nocturno se veía aún azul como si algo le quedara del día; como si algo le quedara de ella. Y es que la abuela aprendió a reír al mismo tiempo que a bordar porque el ingenio lo comunica todo. Aún la recuerdo ahí, en un butacón de orejas en casa de mis padres con el pelo como plateado de tanta magia, ojos negro azabache, arrugas igual que surcos en la tierra y ella borda que te borda remendando el pasado, que siempre parece mejor. Remendando alguna historia porque ella existía y bordaba para que nada imprescindible se olvide y morirse, decía, es no contar. Ciertamente hay cosas que suceden para ser contadas. De hecho tanto mi hermano Gaude como yo pasamos por el ritual de sujetar la madeja y escuchar sus anécdotas que parecían cuentos para luego, en invierno, poder lucir con orgullo alguno de sus jerseys. Y ella, al ver las oleadas de inmigrantes por televisión, hablaba de los jornaleros gallegos que venían aquí para la vendimia y que, si se portaban bien, siempre eran tratados como si fueran de casa. Y se acordaba de Guzmán, que era joven y pobre pero sabía hacer adobes. «Un año vino a pedirnos trabajo. Y comida. Y cariño. Y se quedó. Hasta, en las Fiestas de San Miguel, se echó una novia el pueblo, juntos se marcharon y algunas veces volvían¿ ¡Cómo nos quería Guzmán!». Los ojos de la tita Margarita brillaban como lunas sobre el río Esla mientras dale que te dale bordaba la eternidad. Nos hablaba con añoranza de Artigue, el abuelo argentino, ese marido suyo al que siempre llamó por el apellido porque el amor había que disfrazarlo de respeto. «Así era antes -decía ella- pero el cariño de antes era más verdadero que el de ahora»... Y recordaba a Joaquín, su padre, el bisabuelo: un albañil curtido que decían en el pueblo que era republicano porque nunca iba a misa, y creían que era masón porque leía novelas. «Un día mientras estaba vendimiando en la Bodega de Canseco lo fueron a buscar los falangistas, lo llevaron a la cuesta de Benamariel y lo mataron a tiros diciéndome allí, en casa, que fuera luego a por los zapatos...». Oh, hasta le dolían las palabras recontando esas historias «para que nada de aquello se repita -decía-; para que nada se olvide¿». Los zapatos del abuelo Juaco, la memoria familiar como mapa de casi todo y ella borda que te borda. Y ahora escribo sobre ella como para regresarla porque estoy viendo sus ojos en un cielo de León cuyo azul ennegrecido parece que se disculpa¿ El cielo sabe mirar. Flotando en el aire están todas las historias que de pequeño escuché; todas esas narraciones que entonces no sabía que me estaban convirtiendo en quien ahora mismo soy. De hecho hay escritores capaces de contar la vida a su manera como para corregirla, pero existe también gente corriente que narra sin saberlo para que nada de lo importante se olvide; para que lo bueno quede¿ Oh, el cielo en este invierno con su luz como de alumbrado de posguerra, despedidas radicales o el amor de Rosalía de Castro en las palabras de la tita, sí, el precipicio de una cama de hospital al que nos asomamos como con miedo a caernos y la señora Estébana igualmente despidiéndose de todo en la cama de al lado, esa lucidez de las postrimerías, la refinada humanidad de la médico y la ATS de mi pueblo, de mi primer mundo, esa dedicación medicinal y casi maternal del Doctor Goyo Serrano en la clínica última, maldiciones, hay un tumor en un panal de miel, hay un cáncer obsesivo y cabrón pero hay están los ojos de la abuela que se murió tan despacio como para que nos fuéramos acostumbrando al ritmo de la tristeza. Sí, siempre creo ver a mis muertos detrás de las cosas más hermosas de mi vida. Por eso ahora observo esta noche azul de León y le confío un encargo: dile a la abuela Margarita que para mí aún cuenta, que por ella cuento¿