Diario de León

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TODA Navidad es un regreso... a la casa abandonada, a la cueva de la sangre, al calor de los propios, al misterio de una fe perdida, al útero... un regreso, si hay estrella... y una estrella, si hay norte. Pero cuando la cabeza anda con vueltas de noria, es un regreso a la nada donde la luz es negra. Llama a emoción y a honda tristura navideña la historia final de ese anciano que se echó a faltar el martes en una residencia de Astorga (la «Virgen de los Desamparados» es su titular y su paradoja) para aparecer muerto el sábado en medio del campo, ciertamente en desamparo y caído de bruces contra el suelo helado. ¿Qué norte buscaba en esos parajes baldíos?... ¿Dónde estaba su estrella ahora cegada?... El enigma de su desapareción estaba en los tres mecheros que había junto a su cuerpo. ¿Tres mecheros? ¿Quién lleva tres mecheros encima? Ni a los empedernidos fumadores nos da por tanto acopio. Dicen que seguramente intentó con ellos hacer fuego para conjurar ese frío perro y con dientes de Teleno que comenzó a morderle los huesos al esnortarse en su paseo... o en su regreso al útero de tierra, esa madre de barro que nos parió en el Paraíso. Añade la información que aún empuñaba el hombre su bastón, lo único que tenía en su terrible hora de la verdad para permanecer agarrado a algo. Y no lo soltó. Tres mecheros. De nada valieron en aquel paraje de rastrojo helado. Quizá cuando cayó y se golpeó hiriéndose en la cara se le había tumbado encima la noche que alienta escarchas y olvidos. Así que, posiblemente, no fuera lumbre lo que buscara encendiendo sus chisqueros. No es probable. Ni fácil, si no hay combustible seco. Perdido su norte y perdida su estrella, esos mecheros fueron su único faro, la llama de la bujía que en las casas del norte europeo se pone en las ventanas para orientar a los san nicolases de la magia navideña. Pero de nada le valieron a nuestro anciano en las tinieblas de su invierno, en su última morada de campo abierto sin ventanas. Ni santos ni ángeles -que se mueven por llamas de cera y no de gas- enviaron a nadie a socorrerle. Y lentamente, adormeciendo el hielo la muerte dulce del frío y los dolores de un adiós a nadie o a la nada de una noche rasa, inició su regreso a la Navidad primera soñando con un pesebre de vaho tibio.

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