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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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TIEMPOS SON ESTOS que tenemos delante y hasta que el año preparado del 2008 no se nos ponga delante y nos impida avanzar, tiempos digo para desearse de verdad y con el corazón en la mano, toda la felicidad posible y deseable y el perdón de ingratitudes, negaciones ultrajes. Porque en realidad nadie es enemigo de nadie si no de los anotados se niega a serlo. En realidad el contrario, el rival, el competidor, si existiera, no es más que la demostración de que cabalgamos. Unos y otros. Durante todo el año, felizmente muerto y sepultado hemos mantenido una cierta reserva mental y sentimental ante nuestros semejantes, quizá porque siempre que algún contratiempo se interpone en nuestro camino o nos abruma algún malestar solemos acudir demandando consuelo o socorro al vecino, al próximo, al prójimo. Y no es así. Este es el momento, aprovechando la sensibilidad de la Pascua de la Navidad, en reconocer que nadie es culpable de nada. Y que cuanto nos sucede no es en suma sino la consecuencia de nuestras propias torpezas o de la circunstancia alevosa que juega siempre a herirnos cuando más esperanzadoras nos sentimos. Lo que sucede con la característica peculiar de la conmemoración para el triunfo de la paz, es que no acabamos de aceptar la necesidad de ser buenos, de ser verdaderos, de ser limpios de corazón y de conciencia, y nos dejamos arrastrar por los sentimientos contrarios, por los deseos oscuros, por las sordas envidias y por el resentimiento. Todas las sociedades tienen al mismo tiempo que algo o mucho de que dolerse y de que arrepentirse, un motivo principal para mantener dentro de nosotros el deseo de malherir a quien condenamos como enemigo; o rescatamos de la memoria aquella injuria, aquella deslealtad de quien confiábamos para resolver la bofetada, jurando guerra a muerte como los cartagineses ante los túmulos de sus héroes, que eran obligados a jurar odio eterno a los romanos antes de aceptar la capitanía de la hueste¿ Somos carne de réplica, de respuesta, de vengativa lanzada en el costado enemigo y nos parece una cierta forma de justificación insistir en aquellos lemas que servían para nuestra conformacidad y para perdonar a nuestros enemigos como querríamos que fuéramos perdonados nosotros. Decía el filósofo oriental: «Sé como el árbol que perfuma el hacha que le hiere¿» Seguimos empuñando el hacha de la venganza, incluso en tiempos llamados para el entendimiento fraterno entre los unos y los otros. Y aunque forzamos las claves de nuestro saludo navideño, nos sentimos un tanto justificados si convertimos nuestro pensamiento cainita en demanda de ayuda para los que necesitan ser sostenidos cuando las tormentas provocan. Para que nos sirvan a nosotros de auxilio y de perdón, nos imponemos el deseo ferviente de felicidad para todos, incluso para aquellos que no nos escuchan, que no siguen los ritmos de nuestra canción. Y deseamos a cuantos andan por este mundo que los vientos airados amainan sus furores, que los señores del mando acierten cuando deciden alguna fórmula para el vivir del común de vecinos, que cuanto sea incorporado a nuestro repertorio sentimental, sea motivo de bienaventuranza y que seamos todos, absolutamente todos, despojados de la corteza amarga de la envidia y de los pensamientos vengativos. Sabemos sí que no es posible conseguir una sociedad cívica, democrática, cristiana y amante de los niños negros y de las misericordias blancas, pero nada se pierde con desear lo mejor para todos. Y perseguir con denuedo la gloria, el éxito y aun el dinero, sin olvidar de que en el mundo millones de seres humanos mueren de hambre un día y otro y que la explotación del hombre por el hombre es una práctica que continúa funcionando. Pedimos la paz y la dignidad en libertad y que nos toque la lotería. La magna ambición del español expresada en este tiempo de la Navidad es disponer del número de la suerte