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UNOS versos junto al fuego... y nace una noche prendida que rompe el frío y la ignorancia. En algunas casas de esta montaña vi libros sobre la trébede y la sobrecena era rica en rimas y opiniones. Un abuelo en Lillo conservaba su vieja máquina de coser, norma de su pan, y una memoria prodigiosa para recitar de corrido a Gabriel y Galán, historias en verso que vaciaban la noche de su nada en la casa de Constantino, viejo párroco del sitio, inquieto, pensador y todo un recetario de sensatez y cordialidad chateada. Cuando no había radios ni teles en las noches de pueblo, se jugaba, se murmuraba o se leía (la abuela rezaba calcetas o jaculatorias para espantar las desgracias que duermen sobre la cabeza del pobre). No había mucho libro, pero siempre existó el preferido, recitado hasta graparse a la mollera. En alguna casa se repasaban versos de algún auto de Navidad, pastorada declamada después por Nochebuena o Reyes en la parroquia. El gusto popular por el teatro y la comedia nació en atrio de iglesia, única universidad del zoquete espabilado donde un juglar era catedrático; un ciego, relator; y un cojo, danzante persa. Si dentro había catequesis o historia sagrada rimada, el pórtico era contradanza y picardía. En las iglesias católicas de la Alemania del XVI las cosas iban más lejos porque había que recuperar la clientela que se iba en tropel tras Lutero, así que se hacían teatros en el mismísimo altar buscando aflorar entre los feligreses el «risus paschalis», risa pascual. El cura, actor capital, animaba con charadas y gestos de burla o de fornicios. Desde entonces, la comedia y el teatro de Manolita Chen colma el gusto popular, como ese Escenas de Matrimonio que arrasa en audiencias... y hace añorar el tiempo sin teles porque, además, ahí está el último libro de Isidoro Alvarez Sacristán, paisano, juez mil años en un Guipuchi de patrias y matones, poeta juicioso, dador de amistad y risa franca. Y como es invierno elijo un poema de «El valor de las nubes», «Juez: Alguien satisfizo el ansia de llorar por cada esquina de la toga. Hombro rasgado de los féretros, henchidas las venas rabiosas de piedad incontenida. Justicia sin sapiencia, desnuda de negro por las negras fauces criminales. Mañana sin sentencia, aguja sin coser los pliegues del veredictio. Piedad al fin para el odio y sosiego en el infierno».