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EL GRAN Ernesto Llombera vino de Sama a León tras acabar la zarracina incivil y siempre se preguntó de crío (lo averiguaría de viejo), cómo serían las navidades de un ciego de nacimiento, de un huérfano total de guerra y de las señoras putas del barranco de Don Gutierre... o de las artistas de variedades que trabajaban lejos del corazón de los suyos y demasiado cerca de las manos del que soba porque paga y paga por pecar. Llombera hizo el dinero justo dedicándose al porte con dos camiones, enviudó temprano en los sesenta, eludió nuevos yugos y murió en los setenta con un rosario de su madre en el bolso y con las botas puestas junto a la cama de una pilingui renombrada, cuyo nombre eludo porque aún vive entre nosotros. Las navidades de los últimos años de Llombera fueron golfas, pero estilosas. Regalaba décimos y unas coplas verderonas a sus preferidas del Siroco, del Yuma, del Universal o del rosario de quince barras americanas que hacían caja en una ciudad que acababa de descubrir el Chivas sin dejar de oler a callos de tascorra, tiempo de los primeros ricos del ladrilleo que subían los domingos a misa en La Virgen del Camino porque había que comulgar después con nécoras en Las Redes y con cigalitas donde Resti. Llombera no era de peña o farra. Por coincidir, se juntaba a veces, pero iba sólo por norma en aquellas parroquias del meneo que repetían cada noche el mismo paisaje de caras, los mismos tenderones, abogatas, políticos, tratantes, polis, periodistas, chulos, contratistas, viajantes, comandantes pedorros y contables borrachos. Olvidé decir que Ernesto murió en navidades antes de morir el año. Se le vio melancólico aquellos días, o sea, aquellas noches, porque se palpaba en los bronquios un abismo y le sabía la boca a grisú. Aunque estaba a gusto lamiéndose solo, la Navidad le deprimía por tanta soledad encuadernada en fascículos anuales y porque veía a sus señoras putas o contagiosamente tristes o histéricamente escandalosas, sin término medio, exagerando, porque también ellas tenían que conjurar sus soledades, sus orfandades, sus guerras y esa ceguera de no ver nunca claro ni cerca el horizonte que se sueña por las noches. Creo que por eso eligió las navidades para despedirse de esta vida y de sus orfandades.

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