Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Los santos reyes del saco

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VICTORIANO CRÉMER
León

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NI SIQUIERA EN un rapto de exaltación me permitiría aprovechar la ocasión para proclamar mi condición de republicano pasado por agua. Los reyes siempre serán reyes, magos o constitucionales, pero reyes, a poder ser hereditarios, para que sus hijos, los tiernos infantes dorados no pasaran hambre nunca jamás ni se vieran obligados a trabajar para ganarse el pan con el sudor de su frente y el esfuerzo de sus manos. Cuando la ciudad de León era otra cosa que lo que viene a ser hoy, la festividad de los Reyes se celebraba de una manera muy rústica, muy popular, el día señalado y ya dispuestos los tres Reyes previstos en los centros del Barrio Húmedo, preferentemente entre albañiles titulados, y se elegían a mano alzada los tres Reyes tradicionales, Melchor, Gaspar y Baltasar, y a uno de ellos se le embadurnaba el rostro con tizones de carbón para mayor exactitud de la estampa. Luego se les proveía de una escalera de mano y de pie y de unos sacos, en los cuales se transportaban los regalos, previstos para los niños buenos, con carbón de leña para los malos. Y se echaban a la calle ejerciendo la caridad real con soltura y generosidad. A los niños no les gustaba mucho la presencia y el trabajo de los tales reyes porque no dejaban en las ventanas y balconcillos más que carritos de cartón, tamboriles de verbena y carbón, mucho carbón. Las familias que conseguían que sus hijos del alma, consiguieran regalos de algún brillo y esplendor, mediante la colaboración de catequesis parroquiales y pías señoras de la buena sociedad, que se prestaban a visitar a los niños hospitalizados, celebran el evento glorioso con una misa en los Capuchinos y la adquisición de unos zuecos para combatir los efectos de la helada, que en León, por aquellos entonces, eran de garabatillo. Y al final de la fecha memorable, los niños se acostaban tocando el tambor como Nicanor y las niñas se acurrucaban en sus lechos con las muñequitas de trapo apretadas contra su pecho para darles el calor que les faltaba, como se decía en el cantar piadoso. Era un tiempo feliz con nada. El litro de leche venía a costar 20 céntimos de pesetas y el pan nuestro de cada día, no valía más de diez céntimos el mollete. En los comercios del Puesto de los Huevos podían conseguirse telas para delantales por un real y por el cine cuando lo daban en los alrededores de Guzmán el del puñal, cobraban por ver la asombrosa película de los obreros saliendo de la fábrica, por cinco céntimos. ¡Qué tiempos, Feliciano! Apenas si existía el hambre propiamente dicha, y los que no conseguían disponer de dineros para pan, acudían a la Asociación Leonesa de Caridad, el costado de la Catedral y allí se les daba pan y sopas gratis. Una vez que se daba por concluida la representación, los Reyes abandonaban los sacos del carbón y la escalera y se reunían en la taberna de El Burro en donde con un vasazo de vino en la mano comentaban las incidencias de la jornada, dando lugar a discursos subversivos, como cuando el Rufo o el cochero o el Paulino, que eran los titulares monárquicos, se lamentaban de que en León, que era un poblado en donde predominaban los ricos, no hubiera pan para todos y para variar el menos festivo los Reyes acababan por arrasar la Huerta Pasajera. La capital del Viejo reino que se decía de León, contaba con quince o veinte mil habitantes, que eran poco, sí, pero tenían obispado y regimiento de infantería Burgos 36, Audiencia y representación argentina. No nos faltaba de nada. Y todos nos queríamos como de la familia. ¡Joer, qué tiempos!

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