Aquel motorín
PASAN y pasan los días y aún espero un eco, una gacetilla o un algo que dé cuenta en esta ciudad madrastrona de la muerte aún reciente de un hombre con genialidad ingeniera, un inquieto buscador de soluciones prácticas a cualquier cosa que tuviera maquinaria o artilugio, un pertinaz inventor con un rastro de cuatrocientas patentes entre las que tan sólo una de ellas (hoy tiene renombre en medio mundo) le hubiera proporcionado en cualquier otro lugar que no esté regido por la ingratitud y el homenaje mutuo un memento de gala y orla, una peana en rinconada urbana o un adiós con sentimiento. No logro explicarme el silencio cazurrote que acompañó a su paz a don Heinz Pitschel, nacido alemán y entrañado como Enrique entre nosotros durante setenta años hasta morir frisando los cien. La biografía y peripecia personal de Pitschel tiene largura y tiene novela. Llegó a esta ciudad como jefe de mecánicos de la Legión Cóndor (que Hitler envió a Franco para ensayar con españoles los primeros bombardeos con cazas stukas que después serían devastación europea de la Luftwaffe) y aquí residenció sus amores con una leonesa con la que hizo patria familiar... y sus incansables averiguaciones, entre las que destaca una que dió como resultado un motorín de modesta envergadura y altísima prestación, todo un gigante de la mecánica que redimió a la España de secano con pozo de cigüeñal o noria y a los regadíos crecientes. Era el motor «piva», una leyenda viva que conocen y reconocen los labriegos de media península, desde los del Plan Badajoz a la huerta murciana, desde el pazo gallego a la masía catalana... y más allá, desde Tánger a Trípoli y tantísimas tierras de desierto y vergel donde el «pivina» redimió de la sed y el alacrán. En el León de azadón y torga, de acequia o paramera, está grapado el ruido de ese motor incansable en las noches de grillo y taponada en que tocaba regar. Su matraca lejana acunó sueños y madrugones. Horas y horas resiste ese motorín la faena de noria que se le encomienda. El hortelano y el labrantín le deben mucho. Seguro que alguno, en medio de tanto silencio que sepulta, evocará alguna vez una gratitud a quien pudiera inventar cosa tan redentora que jubiló a pollinos y calderos acarreados. Ese agradecimiento anónimo premia la paz de Pitschel.