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HA MUERTO Pepín Bello y no solté ni lagrimina. No hubiera sido forma de despedir el recuerdo de un gran tipo que llevaba el corazón por fuera de la chaqueta y su perpetua sonrisa cinco pasos por delante. Doliendo su ausencia, celebré su muerte pacífica y sin quebranto alguno: durmiendo le pilló en la paz feliz que le era norma despierto, con ciento tres años bien y fecundamente vividos, soñando los cielos verdes y praderas azules de aquel surrealismo que le impregnó de mozo y con el que nutría el arte de sus amigos. Digo feliz, porque lo llevaba escrito en su cara rechoncha, risueña, requebrante y relucida. A Pepín Bello le trajimos a León en el último trabajo que me unió a Pallarés (aquellos «almacenes culturales» que me tocó inventar para que no acabara el edificio en modorras oficinas y que al menos ha quedado hoy en «esto es lo que hay»). Era una gran exposición de los dibujos de García Lorca y, aunque en barato, nos dio para convocar a capítulo de charla, debate y celebración a gentes de proximidad lorquiana en la Residencia de Estudiantes -ahí estaban leoneses como Sáenz de la Calzada o Mariano Flórez- y vinieron José Varela, Montesinos o Isabel Lorca (Isabelita le llamaba su sobrino; y como fumaba aún más que yo y la defendía de las broncas del pariente, congeniamos y le rogué clases de su gracejo de mujer menuda e incombustible). Vino gente de altura y de historia, pero particularmente entendí que la estrella de aquel fasto cultural era Pepín Bello, pues no en vano era el superviviente de aquella cuadrilla genial que formaban con él Lorca, Dalí y Buñuel. El público grueso desconocía a Bello entre estos renombres porque nunca quiso escribir, garabatear o proponerse al artisteo; siempre en su fragoroso sigilo y fondo, discreto en su genialidad, pues todos sus contemporáneos aseguran que era él quien nutría a sus célebres amigos, quien les inspiraba con su ingenio inteligente y surreal. Fue el engrudo y mantenedor de este grupo, pero nunca necesitó ni quiso famas. Le venía de raza, de casa de rentas, de no perrear la peseta, de no disputar genio... era pulcro, bon vivant, galante y con justa coquetería pese a su talla barrilete, jamás tuvo que dar palo a nadie, comía en francés, no galleaba, chispeaba cada charla y derrochaba corazón...

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