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Publicado por
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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CONVE RSIÓN y seguimiento de Jesús ha ido e irán siempre de la mano. De ahí la necesidad de una actualización permanente de ambas actitudes en la vida cristiana, porque somos muy dados a darlo todo por hecho en la vida. A veces la calidad de nuestro seguimiento de Jesús es como el valor en el ejército: «se le supone». Por otro lado, son dos elementos que van en función de un único objetivo: el anuncio del Evangelio y un anuncio gozoso, esperanzado y en clave positiva. Jesucristo nunca fue un «profeta de calamidades» y, por lo mismo, sus discípulos tampoco; si, en síntesis, el anuncio de Jesús es un anuncio de conversión, de perdón, misericordia y aliento, el nuestro no debe ser menos. Quien habla en nombre de Dios o quien predica la Palabra de Dios tiene que hacer lo mismo. Lo contrario es no haber entendido el sentido más profundo del mensaje de Dios, es adulterarlo predicándonos a nosotros mismos desde nuestras frustraciones y agresividades; y este tipo de predicación no es sólo cosa de curas. La crítica, ésa que se queda sólo en señalar los defectos, reales o imaginarios de los demás, y el destruir son cosa fácil. Y esto, que es válido en todos los órdenes de la vida, tiene una especial aplicación en nuestra tarea de vivir y anunciar el Evangelio. El mejor no es el que usa más la piqueta para descalificar a todo lo que no se parece a él, y lo hace en nombre de Dios, que siempre queda mejor; sino el que restaña heridas, fisuras y grietas, incluso «perdiendo» de su derecho. El ojo por ojo y diente por diente es lo más anticristiano que existe y, curiosamente, no dejamos de practicarlo. La conversión nace como respuesta a esa buena noticia que debería ensancharnos el corazón: en Jesús ha aparecido, en toda su profundidad, el amor increíble y sorprendente de Dios al hombre, a cada uno de los hombres. Éste es el acontecimiento que tengo que aceptar, del que tengo que fiarme, y por el que tengo que conducir toda mi vida. Esto es convertirse. No significa necesariamente que seamos grandes pecadores y debamos hacer penitencia. Significa que debemos tomar en serio a Jesús en nuestra vida, que debemos acoger sinceramente su evangelio y lo vayamos asimilando en las actitudes fundamentales de la vida, que normalmente tienen su «prueba de fuego» en el trato que damos a los demás. Es la vida cotidiana la que califica o descalifica nuestro seguimiento de Cristo. «Venid conmigo». Ésta es la invitación que hay que atender. Procurar estar cada día un rato con Jesús. Ver lo que Jesús hace y ver lo que hacemos nosotros. Escuchar lo que Jesús dice y entablar con él una relación personal de amistad. Dejarse cautivar por Jesús. Poco a poco nos iremos dando cuenta de que con Jesús es posible una nueva forma de ser y de vivir.

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