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DURANTE los últimos dos años se han multiplicado por cincuenta las cámaras y dispositivos de vigilancia que inundan calles, establecimientos, negocios o andurriales. Son ojos que fichan y tienen memoria. Tu careto y tus andares están vigilados y guardados en algún archivo. Son cámaras públicas, pero más que nada, privadas. Lo fisgan y registran todo. No sé si incluso en el retrete de tu casa estás a salvo, que de voyers está lo ibérico lleno y, por ver lo que se guisa, vive el español más en la cocina del vecino que en sus asuntos. Mucha cámara se vende y se usa de aquellos modos. Ándate con cuidado, no te metas el dedo en la nariz o hagas cosas inconvenientes, porque tus meneos bien pudieran ser usados en tu contra en algún momento. Cierto que esas cámaras tienen por objeto aumentar tu seguridad (que no necesariamente), pero son como escopetas que carga el diablo (y no siempre son ángeles quienes las descargan). Cuida tus pasos y posturas. Además, no sólo entras por esos ojos de diablo cojuelo. Las cámaras de satélite también escudriñan tu sitio y movimientos. Esto es legal, dicen, así en la tierra como desde el cielo, cosa a la que no deberían tener mucho miedo los creyentes acostumbrados al ojo divino que todo lo ve desde arriba (la diferencia es que Dios no hace fotos de tu huerto, terraza o cercado y las manda después al catastro o al juzgado). La ciencia ficción de hace treinta años es hoy nana infantil (habría que decir ahora «ojito con lo que ficcionas, porque al final se cumple»). El hombre ha copiado a Dios y, a su imagen y semejanza, ya tiene un ojo parecido, pero más revirado, con más mala leche y con otras intenciones, una legales, otras aparentes... y un montón ocultas. Hoy el ojo del hombre-dios está en todas partes. No deja de mirarte. Nunca podrás escapar de él. Pero el gran peligro es que detrás de ese ojo de gran hermano, padrecito o redentor, no hay un solo dios, sino miles... y millones de aprendices haciendo cola, pues como dioses se ven todos esos tarados que con la cámara de su móvil espían bajo las faldas o graban palizas y violaciones. De modo que si quieres pasar desapercibido, no te va a quedar más remedio que disfrazarte de El Solitario, ahora que ya no circula y está la plaza vacante. Y ya que te miran, sonríe... dientes fuera.