Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Los inocentes o el cuento de nunca acabar

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VICTORIANO CRÉMER
León

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ÉRASE el tiempo de Herodes. Gobernaba sin ley ni orden. Cuando le apetecía aceptaba la denuncia de los fariseos y acorralaba a los judíos. Así, cuando le llegaron a Palacio las noticias de que en algún lugar de la Judea romana, bajo su mando, había aparecido un niño que le decían Hijo del Padre y Rey de Reyes, el sátrapa alquilado, reunió a sus sicarios de oficio y les ordenó que buscaran hasta por debajo de las piedras del Templo judío al tal Niño y acabaran con él y por tanto con la amenaza de un cambio que le lanzara a él al ostracismo. Y así que el padre y la madre del recién nacido, conocieron las órdenes del gobernador-rey abandonaron el lugarón y huyeron a Egipto. Y Herodes volvió a sus placeres de los cuales resultaba dominadora la bella danzarina Salomé¿ Aquellos niños perseguidos por los soldados de Herodes eran los inocentes, condenados al pago de culpas que no cometieron. Eso se contaba siempre así que llegaba la fecha señalada de Diciembre, después de los triunfalismos de la proclamación del Hijo del Hombre, como una señal de la generosa atención del Padre para con los demás hijos. Dicen que todo fue verdad, pero a muchos se les antoja que se trata de una delicada fabulación para marcar los límites de la sinrazón humana. El llamado mundo cristiano recogió la parábola de los Inocentes e hizo de ella un motivo para establecer las fronteras de la conciencia humana. O sea, que continuamos persiguiendo al Hijo del Padre para acabar con los prejuicios, con las leyes y con los mandamientos. Por aquello quizá de que el buey libre y solo bien se lame y que toda norma de conducta que intente maniatar al ser humano encontrará la resistencia de éste, al cual le molesta sentirse obligado a unas leyes, a unas ordenanzas, a unos condicionamientos éticos. En la parábola o historia o anecdotario de los inocentes no solamente se contienen anécdotas aptas para tejer con ellas un catecismo laico, sino que, sin tener en cuenta lo que en la fábula de Los Inocentes y su aplicación a la vida de la comunidad, no cabe pensar siquiera en un tiempo de paz, de inteligente convivencia y de generosa disposición del hombre para colaborar con los demás hombres para la reconstrucción de la arquitectura democrática. Porque, digan lo que quieran y necesiten decir los señores que intentan adoctrinar al común de vecinos, la democracia bien entendida no es la que empieza y termina en uno mismo, sino precisamente la que persigue encontrar al Hijo del Hombre para redimirle, para ayudarle, para propiciarle una vida digna. No parece que los políticos hayan entendido el mensaje y entonces su tarea, su mando se convierte en un juego taurino de la suerte o la muerte. Y la parábola se ha consumido como broma social para provocar la sonrisa de las gentes cuando no la burla de sus explotadores. Y a mí me da pena que esto derive en tan mísero menester, sobre todo por los niños, que merecen otro comportamiento. Porque los niños no merecen ser engañados. Porque taimadamente la Sociedad actual ha dado con el resorte del engaño: empieza por disfrazar a la representación suprema de personajes de carnaval, con barbas blancas y gorro de polichinela o de Rey de la Arabia saudita donde se da el oro, el incienso y la mirra, para concluir en la extensión del espíritu de mercadería de la vida y la entrega del hombre triunfante en un concesionario de la dignidad humana. Yo no sé si los niños entenderán este juego taumatúrgico de los Inocentes. Y es que como dejó escrito el poeta chileno Pablo de Rokha, Los guardianes blancos llevan la aurora al cinto y un entusiasmo de cabrones¿

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