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RARO se hace hoy ver una fuente urbana con uso real y práctico, coqueta de trazo y mamposta, fuente pública con caño manadero para beber a morro o llenar el botijo que ya nadie llena, como aquellas hoy difuntas que había en el Arco de la Cárcel, en Renueva mirando al bies a la estación del hullero, en Santana (nadie dice Santa Ana) y algunas otras en las que destacan las guapas y bien labradas del Caño Badillo o la fuente de Carolo que mea su regerilla en cuestina hacia la Plaza Mayor desde el pie de la iglesia de San Martín. Generalmente son fuentes y caños del siglo ilustrado, XVIII de luces jardineras y saneamientos urbanos dictados por su majestad el rey albañil Carlos III, fuentes de primor en piedra de sillería, hechas para que duraran dos eternidades y resistieran mordiscos, gamberros bestias, concejales de piqueta y guerras, incluso civiles, las que empiezan volando puentes y acaban emponzoñando pozos y manaderos. Antes, las fuentes eran sagradas y en cada pueblo eran preceptivos caños y abrevaderos, pues en muchos lugares el agua corriente no fue cosa corriente hasta anteayer. El agua de beber iba a casa en cántaras o botijería, incluso cuando ya tenían agua corriente sus pueblos, donde el agua del grifo siempre ha sabido a hierro y cañería con gusarapas, de modo que para la mesa se traía el agua del caño de la iglesia, que era de mañanatial en la montaña o de artesiano en la ribera. En esos pueblos las fuentes eran lugar de encuentro fugaz o de atar la burra. El teatro clásico español y las zarzuelas estám llenos de escenas con fuente y cántaro donde se traban chácharas, chismes o intrigas. Si el lavadero público era la estación término del mentidero colectivo, la fuente o el caño eran un apeadero ideal, una paradita de acopio. Las fuentes de pueblo suelen ser feotas y tacañas de albañilería y fierros, ruines y guarras algunas, pero todas en su baratura o gran dispendio tienden a pretenciosas. Las más guapas suelen estar en sitios con piedra al pie o en los cuestos y recuerdo las más coquetas en montañas, cabreras, bierzos y maragaterías. Pero lo que no han respetado en casi ningún pueblo es la vieja reguerilla que le cruzaba musicando sus calles. El silencio de agua entristece a esos lugares y se convierte en profecía de mudez perpetua.