Diario de León
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LUIS ARTIGUE
León

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«NADA ME IMPORTA si no tiene swing» confesó en una entrevista el gran Duke Ellington -era durante sus años memorables de director de big band en el Cotton Club de Harlem- haciéndose así eco de un viejo pensamiento afroamericano. En efecto, cuando la vida duele y no cura como orina en las heridas al menos nos queda el swing, la inspiración, el duende, eso invisible y trascendente que hace a veces, pocas veces, que la música de pronto se convierta en algo mágico capaz de tocarnos un nervio del alma¿ Y es que, tras el crak bursátil de 1929, el jazz pasa a convertirse en melódica terapia, en movimiento o alegría depurativa, reconstrucción, elogio denodado del presente: comienza «la era del swing». Se forman entonces grandes bandas lideradas por carismáticos compositores e intérpretes que, en los clubs y salas de baile regentadas por gánsters, incitan a la gente a moverse. Count Bassie con su banda ansiosa, divertida y abstracta en la que toca como un ángel caído Lester Young. Coleman Hawkins, con cara de buen ladrón, tocando Body and Soul con el sombrero puesto como diciendo sin palabras que se marchará pronto. La banda de Duke Ellington cuando canta Ella Fitzgerald con su voz de matrona generosa. El mundo bailable de Benny Goodman¿ Se trata de orquestas ingeniosas en las que cobra mucha importancia la sección de viento, pero cada una de esas orquestas se transforma al interpretar sus temas en un pedestal al que se sube algún solista virtuoso para improvisar un solo. De ese modo en la era del swing destacan las bandas y también los solistas, Louis Armstong tocando la trompeta con sus mofletes de pocero, la guitarra agitanada y jacobina de Django Reinhardt... En fin, lo colectivo como integración y sublimación de lo individual; el ser humano en sociedad sin diluirse ni traicionar su identidad ni sus raíces, sí, sin doblegar la voz hasta enmudecer. ¿La verdadera democracia? Escuchando ahora el swing de los tiempos de la Ley Seca, y hasta el de las big bands de la II Guerra Mundial, uno se empapa de esa luz de frivolidad que ilumina el mundo en tiempos tormentosos para hacerlo soportable, sí. Pero al mismo tiempo encontramos en esos hallazgos sonoros el eterno mensaje de que la alegría es un frenazo del tiempo y de la muerte. Oh, ahora pienso en la ágil venganza de tu culo al irte mientras escucho Sophisticated lady en este disco de vinilo en el que todo suena sin retórica clásica: mil matices acústicos y atrevidas armonías en medio del desierto de mi cuarto... Siempre un músico minoritario y entusiasta compone mi sueño; nuestro sueño. Así es el poder emocional del jazz. Pero el swing conciliador de los clubes de Chicago y Kansas City, ése que suena de fondo en las grandes novelas de Francis Scott Fitzgerald como «El gran Gatsby», por ejemplo, no trata de demostrar nada; tan sólo nos sugiere que la alegría puede ser revolucionaria, escurridiza y profundamente lírica, que como la sonrisa de un cadáver esa música nos habla del absurdo sentido de la vida, que la alegría hermana y humaniza¿ Que la sonoridad bailable, en suma, nos sintoniza el cuerpo con el alma. Pero ciertamente no sirven de mucho las explicaciones porque el jazz, como la poesía oscura, no quiere hacerse entender sino más bien dejarnos claro que, muy por encima de lo que logremos aprender, está lo que logremos sentir. El jazz es negro y blanco como la barba de un brujo. El jazz es eso: algo que no puedas entender, ni olvidar.

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