Cerrar

Creado:

Actualizado:

LAS PROCESIONES de disciplinantes las inventó la musulmanía ortodoxa que clama al cielo de Alá y su profeta chorreando sangre que resbale por el cuerpo hasta empapar la planta del pie con la que se marca en el pavimento la huella podal que traza la senda por la que se llega a la redención de los pecados o a ganarse la gracia sonreída de los cielos. El rosario -me lo recuerdas a menudo- también se copió de la arabía orante que, a su vez, se lo robó al budismo contemplativo. Lo trajeron de allí los instructores musulmanes, pues en materia de religión, místicas y teogonías, la milenaria Asia nos lleva algunos milenios de ventaja y ya tenían dioses y altares cuando aquí los templos sólo eran un piedrón pinado y los dioses se escondían en un roble astur o en una lechuza cantabrona. Los católicos de la Europa fría, la que empieza en los Alpes y Pirineos, no hacen tantas procesiones como nosotros (y abolidas fueron por una cristiandad protestante que ahora intenta rehabilitar la nueva doctrina papal recortándole el rabo larguísimo que Roma le puso siempre al reformista Lutero; Ratzinger sostiene hoy que no fue tan perverso y que le inspiraba un principio sano de corregir excesos y desviaciones). En ninguna de estas procesiones chiquitas europeas que daban una vuelta al templo y poco más se alardea de esos penitentes desollados, disciplinantes de látigo y cuchillas que aquí nos son consustanciales desde que inventamos la Contrarreforma, desde que los grandes teólogos salmantinos se adueñaron del concilio de Trento y señorearon sus doctrinas tan canónica y preciosistamente, que sus dogmas y tendencia aún están grapados al subconsciente colectivo de la santa intransigencia. Disciplinarse en público es ostentación que tiene algo de religiosidad obscena. Si apenas tenía sentido en una España emperrada en demostrar que no era mora, marrana, morisca o putera, hoy sólo puede entenderse desde una concepción folklórica de la religión. La doctrina evangélica condena sin ningún paliativo estas exhibiciones de piedad. Jesús ordena que el orar no se haga jamás como los fariseos y publicanos que llegan al templo anunciándose con trompetería y dejándose ver en los primeros lugares, aupándose al tabernáculo... ¡Coñó, dijo Ananías, ¿no es esto lo que hacen aquí abades, seises y cofradías?!...