Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

La muerte, por teléfono

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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A LO PEOR ES QUE ESTOY INFLUIDO negativamente por algún viento negro y tengo cogido el revés al teléfono, cuando la verdad del caso es que ese aparato, mediante el cual podemos establecer contactos con el prójimo por lejano que se encuentre, continúa siendo el medio que acredita más fielmente la ambición universal por defenderse de los males misteriosos. El caso alarmante por lo que a mí respecta es que rechazo cualquier forma de dependencia del teléfono, sea este fijo o móvil y procuro eludir cualquier forma de compromiso que por el teléfono se me pueda producir. «¡Dígamelo usted por escrito!», replico ante una llamada confusa. Pero ni el coronel de García Márquez ni yo mismo tenemos quien nos escriba, ni mucho menos que intenten transmitirnos sus mensajes mediante la palabra directa, de tú a tú, de corazón a corazón. De esta manía enfermiza me vienen sin duda muchos de mis complejos, hasta cabe la sospecha de haber perdido oportunidades felices por no cubrir esa acción de contestar ante la demanda del agrio timbre telefónico. Me disculpo asegurando que salvo en casos de aventuras mercantiles, raro es el timbrazo telefónico que conlleva una información feliz o provechosa. Por lo regular al teléfono no suelen ser aficionados hasta constituir un acto sectario, más que aquellos portadores de malas noticias o profesionales del coñazo incivil. Cuando días pasados fui requerido por el aviso telefónico para que prestar a mi atención a su demanda, lo hice convencido de que otra vez era llamado para alguna frivolidad, para alguna forma de extravío cultural o por algún desnortado que ha perdido el norte y el sentido de la realidad. Me pongo y escucho un cierto temblor transmitido entre ahogos. Y sin brindarme ni el nombre ni la circunstancia me dice: «¡Ha muerto Chencho!». Y a mí me pareció que la broma era lo suficiente lúgubre y mal intencionada como para comprometerme precisamente con el condicionamiento de mi amistad fraterna con Juan Florencio Pérez García¿ Y colgué, pero me quedó dentro un confuso rumor que se repetía como un zumbido: «¿Y si fuera verdad? ¿Y si efectivamente Chencho, tu fraternal compañero, hubiera aceptado la oscura invitación de abandonar este mundo y sus maquiavelismos?» Durante toda la noche permanecí pendiente de aquel aparato que al pie de mi cama de enfermo sigue a la espera de una llamada piadosa o milagrera, que al mismo tiempo que me diera la verdadera razón de aquel torpe llamada, me permitiera acunar un modo singular de esperanza y me concediera el milagro de poder sortear mis dolencias. No fue posible ni lo uno ni lo otro. Y Chencho, aquel prodigio de vitalismo había muerto efectivamente y me comenzó a doler el corazón, que es la víscera más sensible para estos quebrantos. Y todo por culpa del teléfono. Y es que, como repetía Charles Chaplin, «todos somos aficionados a la vida. Pero es tan corta que no da para más»¿

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