Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

Después de la Semana Santa

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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SIN QUE DEBAMOS ENTRAR ni en los resultados ni en las circunstancias que determinaron los drásticos finales de las elecciones para elegir, más o menos, a quienes están llamados para la gobernación de este país, laico y deportista, nos encontramos con los primeros datos sobre otro de los fundamentos de la vida social: La Semana Santa o de Pasión, según se mire. Hubo un tiempo en la biografía de la ciudad de León, tan análoga a como transcurría la vida de otras provincias no menos limitadas, dentro de unas reglas o cánones o leyes a las cuales se debía un núcleo más o menos amante de las tradiciones y religioso, no digamos que hasta la médula pero tampoco digamos que digamos. La ciudad, llamada de «Los Guzmanes» como podría haberse llamado de Los Cabezas de Vaca o de los Osorios o de los Lunes, porque León tenía títulos para todo, pero el nombre que prevalecía era el de Los Guzmanes, sin duda por el Palacio, tan de piedra y hierro, que se levantaba al costado de la Casa de los Botines o viceversa. Y la comunidad apenas si sobrepasaba los veinte mil habitantes, pero eso sí, con Palacio Episcopal, con Catedral, con Audiencia y con Seminarios, con uno o dos seminarios para atender a la demanda de estudiantes para cura, que era una salida como otra cualquiera de hacer carrera. Luego, ya en esta hora nuestra después de elegir políticos remunerados, la salida de las generaciones no es el seminario, ni el conventillo, sino el Ayuntamiento o la Diputación. Los hijos de los padres que no encuentran salida para sus retoños, acaban por iniciarles en la profesión bien pagada de servicio público municipal y espeso o diputación provincial con salida a la calle. La población religiosa de la ciudad de entonces era activa pero corta, apenas si asistían a los oficios trescientos fieles o infieles y para completar los acompañamientos procesionales había que contar con la asistencia del clero en general, de las autoridades ácratas y de los niños de los colegios de frailes. A los de La Corredera nos tocaba portar los cirios y los signos de cada cofradía. Y los «santos» eran llevados a hombros por los miembros de las tres o cuatro cofradías que mangoneaban el ofertorio público de la Pasión. Al frente, aparecía el «Tocalafalda», que tocaba el cornetín y se dejaba acompañar por el soplador del clarín y por el redoblante. Y la procesión, cargada ya de papones cubría, lentamente, en silencio y con fervor visto, la ruta del dolor. A las tres de la tarde, la Procesión de los Pasos regresaba a Santa Nonia. Y se acababa la función. Bueno, pues ahora y en esta hora infiel de la Democracia acatólica, ya son más de veinte mil los acompañantes de nuestros desfiles procesionales, con sus respectivos grupos musicales y sus nutridos aficionados a redoblar el tambor. Y es lo que se dice: ¿Acaso cabe pensar en el aumento de un espíritu religioso dado el número asombroso de feligreses cofrades? Eugenio D'Ors explicaba a su modo el misterio: «Yo en estas cosas me apoyo en mi hermana, la cual se apoya en su confesor, el cual se apoya en Roma»¿ ¡Ah, claro así¿!

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