Diario de León

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ALEGRÓN me llevé al verle y saberle entero, la mente en candil, los ojos con ávida curiosidad, el verbo pronto, el recuerdo intacto, las ganas por delante y, todo lo más, un poco de óxido en las piernas que le abrevia un tanto sus pasos todavía firmes y decididos; no más de un bastón o un brazo requiere en escenarios accidentados. Con noventa y nueve años ese gozne que renquea es sólo una broma aceptable. Y un lujo el tenerle vivo y bien despierto. Cuando subió hasta el ambón, su discurso de gratitud lo aparejó sin folio por delante, nada de apunte o titubeo, únicamente leyéndose el corazón y la memoria con frase medida y ordenada. A esa edad, hacerlo así es admirable. Su biografía es, como supondrás, larga, pero además, fecunda. Hay caudal de trabajo, aula, filosofía, despacho, historia, lecturas y... plumilla de la de dibujar, que así le conocí estrenando los años setenta y ocupando un escaño de diputado provincial en los plenos de aquella corporación de postrimerías «francas» y régimen vertical, cuya aburrida macicez burocrática leída por secretario y aprobada con más cabezada que debate, conjuraba él retratando en garabato preciosita a los señores diputados, al oficial o al sursum corda que anduviera bordado en los tapices pardos que abrigan los muros del salón del palacio de los Guzmanes (o de los Gañanes, que todavía hay serias dudas sobre el nombre cierto). Fue largo tiempo director de la escuela Normal del magisterio, primer director y timonel de los cursos de verano para Extranjeros que logró afincar como un oasis cultural en aquellos estíos modorrotes y lánguidos. De historia leonesa sabe un rato, a los reyes del cronicón cazurro les tiene también muy pesquisados y retratados en letra y dato; publicó recientemente un libro sobre Antonio González de Lama que es obligado para quien quiera entender los fragores literarios de esta ciudad en el último siglo; y no cesa en escrituras y curiosidades. Le reencontré en Valderas, su cuna, villa de piedra noble y fuero perdido donde acudió a recibir mención merecida en la gala del bacalao del oro que allí llegó a su segunda edición de plácemes y exaltaciones. Claro que fue alegrón el verle así y celebrando el encuentro. Hablo, en fin, de Emilio Martínez Torres, cuyo encomio no me cuesta y en él me honro.

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