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Publicado por
Antonio Núñez
León

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LOS REGENERACIONISTAS de Joaquín Costa se tomaban ya muy en serio hace siglo y pico el diseño urgente de una política nacional del agua, visto que, a mayores de que en España nunca llueve a gusto de todos, hay sitios donde no cae ni gota. Pensaban aquellos prohombres que era conveniente crear una red de infraestructuras hidraúlicas de pantanos para almacenarla cuando lloviera y de canales para llevarla, si sobraba, a donde casi nunca lo hace para redimir tierras irredentas. Así nacieron también mucho antes emblemáticas obras de ingenieria en tiempos árabes y romanos, por otro nombre zayas, acequias, canales y acueductos, que fueron luego retomadas por Carlos III, la oprobiosa dictadura de Primo de Rivera, el padre de José Antonio (con gobiernos participados por socialistas como Negrín o Largo Caballero, dicho sea de paso), la II República y el régimen de Franco, el cual, a su vez, cada vez que había hambruna le echaba la culpa a la «pertinaz sequía», anticipándose así al cambio climático. Algunos a los que se les queda ahora la lengua pastosa de tanta memoria histórica deberían visionar más el No-Do y menos el videoclip de Al Gore. La Península Ibérica es un andurrial del finisterre de Eurasia que limita al norte y al oeste con las borrascas del difunto hombre del tiempo Mariano Medina y al sur y al este con los viajes del Inserso en los que van a curarse el reuma al sol los jubilados de Benavente para arriba. En definitiva, España es un botijo más o menos redondeado en forma de piel de toro, donde el agua entra y se bebe por el norte a borbotones y necesita una salida por abajo, a ver si nos entendemos, escatologías aparte, para que la nación en su conujunto no quede como el dicho aquel de para ir a mear y no echar gota . Esto lo entiende cualquiera, empezando por mis medio paisanos, los alfareros de Jiménez de Jamuz, riachuelo que cuando no les inunda en invierno los deja a palo seco en verano. Su problema, sin embargo, no es comparable a la Ciudad Condal, porque, además de ser menos, tienen las bodegas como sucedáneo del otro líquido elemento, mientras que en Barcelona lo que sobra es habitantes y con tanto charnego no hay cava para todos. Sólo eso explica las ocurrencias que se han barajado durante las últimas semanas para solucionar el problema de abastecimiento de agua a la tierra de Pujol y de Montilla -éste sí tiene un apellido alternativo- como trasladarla en barcos desde desaladoras de Almería, en trenes cisterna donde los pillen o desde el Ródano francés. El Ebro lo tenían más a mano, salvo que ya no desemboque en Tortosa (Tarragona, donde se pierde en un bonito pero improductivo delta sólo apto para flamencos jubilados de los Países Bajos con dos patas o los de dos alas, ambos de gran zancada migratoria. Al final es lo que se va a hacer -y tienen razón porque lo demás no era de sentido común- aunque no le van a llamar trasvase sino eufemismos como actuaciones de emergencia, conexión de redes fluviales o pluviales, captación puntual y cosas por el estilo. La diferencia en traspasar líquidos de un sitio a otro es, al parecer, cuestión de semántica o diccionario. Tal que decirle a un asturiano que sería lo mismo caerse al Sella que ahogarse en una espicha de sidra, aunque el volumen venga a ser el mismo; para uno de Valdevimbre o de Los Oteros toparse con un control de la Guardia Civil y alegar en su descargo que no ha bebido, sino trasegado; o para cualquiera el sábado sabadete poner como atenuante que no ha soplado seis whiskies, sino doce chupitos, porque el caudal era la mitad. Siguiendo la teoría de Joaquín Costa y de los habiles alfareros de Jiménez de Jamuz lo que se está debatiendo ahora es tan de pitorreo y tiene tan poca gracia como un botijo sin pitorro. El problema del agua, por ahora, nos cae a los de León un tanto lejos, porque nunca falta para ahorrarla en la bodega o potabilizarla añadiéndole en casos extremos licores espirituosos para quitarle el sabor del cloro. Mucha sequía tendría que haber para que no nos vayamos bandeando mientras alguien no tome un vaso de más en la administración de los ríos, las riadas, los estiajes y los estatutos de autonomía. Años atrás hizo furor un timo con la tira de anuncios televisivos en los que se ofertaba imantar el agua con beneficios intestinales tanto para la familia como para los geranios. Cuando intentábamos explicarle a la abuela que no picara con la cartilla porque es imposible inmantar nada que no tenga hierro, ni siquiera las lentejas, y que, si lo tuviera el agua, mal asunto para el riñón ella se defendía con el argumento de «estoy como un tiesto». De imantar el agua a blindar los ríos en la autonomía de cada casa sólo ha habido un paso. Estamos como regaderas.