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DICE el censo popular -treintaitantos años atrás has de tirarte- que los homosexuales oficiales de la capital son habas contadas, pocos, muy señalados y que han de ocultar tanto su opción o condición, que nadie apreciaría las evidencias que esconden para no tener que vivir en la vergüenza perpetua o pasar alguna noche en los calabozos municipales. Se señala por lo bajini y por lo altini a un frutero, un sastre, un pintor, un peluquero, un brigada de aviación, un ministro, un locutor... Visten con absoluto rigor masculino, muy formales, no se afectan en gestos y hablares, entienden pero disimulan a la fuerza, no disponen siquiera de un garito y hasta parecen carne de garita en vigilancia perpetua por si vienen de lado las arremetidas, las burlas o las denuncias... nada externo les señala y sólo una mariconera rosa les delataría si se atrevieran a llevarla, que jamás. A los homosexuales (nadie les llama así porque marica, sarasa, maricón o bujarrón es lo usual; y lila o manflorito, dicho por el pedorri culto que, buscando la correcta suavidad, consigue insultar el doble), a los homosexuales, digo, les persigue la ley, los guris, la poli, la peña putera y la maledicencia pública con saña y escarnio. No lo tienen nada fácil. Y todos cargan además con algún mote envenenado con que la mala baba popular o amiga les bautiza («Alfilerines» fue el más delicado). En los años setenta, pues, lo masculinote es la norma... y lo normal, lo decretado y celebrado. Hay, sin embargo, un tipo que romperá públicos disimulos y vergüenzas. Hace ya tiempo que no se le ve por estas calles y el otro día me pregunté por él recordando aquellos años de nuevos ricos del ladrillo con boina descubriendo las nécoras y el chivas, ciudad poblada de putiferios, modernez en pelos y progre en barbas, intensa vida nocturna aunque siempre son los mismos que acabarán ensayando la madugada en el Universal o el Siroco... y entre todo aquel marasmo, Manolín Vaquero, con su desvergonzada ingenuidad, bondadoso y abusado, festivo y quebrantado en lágrimas, apaleado varias veces en la puerta de la noche, escarnecido por babosos machotes y decidido en su expresión, atuendo o en sus pasos de garza. Y porque fue valiente, coherente y adelantado, le martirizó esta ciudad. No sé dónde anda, pero aquí le va un abrazo.