Diario de León

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VANITAS vanitatis... puta vanidad del tonto con lápiz, del grandón con jefe de prensa o del chulo con mando y vara... reputísima vanidad... Si el que la disimula ofende, el que la exagera repugna, aunque el alcalde de Oencia -un jesucristopérezsuperstar- parezca superar ambos casos derrotando hacia la megalomanía y la ostentación del sátrapa palurdo al que, después del unto, lo que más le gusta es el espejo... y que le chupen la efigie las vacas enloquecidas con ganas de pesebre y decibelio o el viento loco que se arremolina y se confunde en aquel valle al que tengo por uno de los más guapos de esta tierra grandona cuando se enreda en montes de meigas y meigos arrimándose a lo gallego que mira al Ferramulín lucense, porque guapo era el sitio, recoleto, con majestad de castañal y de belleza fosilizada en pueblines de cuento como Leiroso o Sanvitul hasta que llegaron las vomitonas mineras de Gestoso, la muerte lenta y gratuíta de su bellísimo río Selmo o las cagadas monolíticas de algún alcaldete con molinete (para ir arrimando a él la agüita que del cargo caiga o la guita que de bóbilis llueva). Ese alcalde, está visto, recalcitra en alardes vanidosos colocando bronces ostentóreos y chapones papales con su careto bendito por todo el término municipal, careto de pelambre a lo Jesse James, Buffalo Bill o con cueros de David Crocket y gafas como las de los narcos colombianos, gafotas que siempre suelen llevarse más que para protegerse de la luz solar, para ocultar la mirada (y sólo Dios sabe qué cosas o reojos más). La vanidad y el mondongo van por la misma senda... y todo tontolaba no se contenta únicamente con el poder (el tonto absoluto, sólo con el poder absoluto), sino que además se pide (y sobran casos similares en esta tierra) el aplauso, el homenaje, el rótulo, la cabezada, el nombre de una plaza, la peana... y a falta de estatua, la efigie... y si no se la ponen, se la coloca él... con la izquierda (que es con la que hay que cascársela para que parezca que te lo hace un amigo). Deberían perseguirse los autohomenajes públicos e institucionales y, ya que les chifla la exaltación, penarlos con atarles a la picota del pueblo media hora cada día, coram pópuli y gozando de ser el centro de la mirada del común mortal, que parece que les pone.

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