Diario de León

EL AULLIDO

Roma para viajeros sin prisa o la compasión es una operación a corazón abierto

Publicado por
LUIS ARTIGUE
León

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TODO BORRACHO TIENE ALGO DE SONÁMBULO¿ Me refiero al éxtasis de ese mendigo con barba de rabino con el que acabo de coincidir en un rincón del centro de Roma. Como quien avisa al mundo él, con una mano abierta y maneras de soldado derrotado, sólo pide dignidad o vino peleón sentado en el pavimento de una plaza cercana al Vaticano. Y lo hace así, radicalmente, al modo de esos muchachos en ciernes que combaten con píldoras las contraindicaciones de la adolescencia. Como los buenos poemas él no habla si no se le pregunta. Como los santones carismáticos del Tíbet que creen en la reencarnación y las vidas sucesivas yo le miro, él me mira y cada uno de los dos pensamos por un instante que podríamos ser el otro. Cualquiera puede ser vencido por el enemigo invisible de la adversidad, parece decirme. Dudo que exista la vida con propósito, parece decirme. En este nuevo orden mundial se necesita vender la fe en la libertad para tener dinero para poder comprarla, parece decirme en el idioma universal del silencio compartido, claro, mientras yo le miro como quien, entre la multitud formada por lugareños y turistas, reconoce de pronto a un ángel. Entonces me doy cuenta de que, a pesar de la arquitectura, la escultura y la pintura en este lugar destaca y brilla principalmente la contradicción: Roma es una ciudad hermosa y triste, enorme y provinciana, clásica y feliniana en la que, a cada paso, el pasado compite con el presente. Y por eso me ha dado por pensar que acaso este mendigo borracho -esta súbita dosis de neorrealismo italiano- es lo que queda de un pasado que se empeña en hacerse presente. Sí, le he dado unas monedas relucientes y, al mirar sus ojos negro mate y despedirme tan sólo con un gesto, intuyo que no arrojará ninguna en la Fontana de Trevi al tiempo que pide un deseo reparador que le devuelva a los raíles de su camino interrumpido. Bueno, yo he hecho lo que he podido, parezco decirle. Amasaré en tu honor una hogaza de culpa, parezco decirle. Maldigo tu régimen de sufrimiento, parezco decirle mientras camino como huyendo de las tremendas contradicciones de Roma, esta ciudad de las cúpulas santas donde aparentemente todo está tan lejos del suelo. Él, mientras me alejo, mira entonces las monedas con los ojos más abiertos que nunca mientras cierta sonrisa minimalista que redibuja su rostro parece corroborar que la credulidad aún continúa dando frutos. Tú, con tu bondad siempre extendida y mirando a largo plazo, me dices entonces que es cierto, que la caridad es una forma de degradación, que dar a quien mendiga sentado es contribuir a imposibilitarle el que se levante y se busque la vida. Y yo miro al cielo de Roma, este cielo tan hermoso y roto como el Coliseo, dándome cuenta casi con desencanto de que los mendigos de nuestras ciudades amadas no son, como dicen los cuentos moralizantes, ángeles infiltrados¿ No sé en qué me distingo de un adicto a las supersticiones, pienso de pronto mientras caminamos hacia un hotel que, ahora más que nunca, parece una guarida que protege de la vida diaria. La tarde va fabricando en el cielo una tonalidad incierta semejante a la melancolía. Y Roma pasa así a formar parte de esas ciudades que, como cruces en un mapa de carne, instruyen nuestro corazón.

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