Maldita altura
UN MONTAÑERO muerto siempre desentierra una pregunta: ¿Para qué la muerte por subir allí donde todo te manda bajar?... Una muerte temprana es siempre una tragedia inaceptada, pero la muerte de un alpinista parece perfumada de algo inútil, de muerte barata, temeridad cara y suicidio medio glorioso. ¿Qué obligación tiene el Annapurna de dejarse que le pisen la cresta?... ¿Una peña se sacude las pulgas?... ¿Se ríe después o llora la montaña cuando la muerte se cobra la mañana de una vida?... Los hombres, frustrados y rabiados por no poder volar desde que corrían ante los tigres, soñaron siempre con escalar las cimas imposibles porque querían creer que en lo más alto tenían los dioses su ventanilla, la que expide el certificado del poder, la vida y la muerte. Lo cierto es que el viento de las cumbres acaricia la cara como si la abanicara la seda del faldón de la túnica del omnipotente, así que en cualquier tiempo y creencia la inmensa mayoría de los mortales pusieron sus altares y sus dioses en lo alto de los montes, pero con cumbre a mano para que toda la gente, en especial los tullidos de alma o remos, pudieran subir a la ermita, a la pagoda o a san Roque bendito. Sólo los llamados al sacerdocio de las nubes huecas suben a lo más peligroso y alto para tutear a los cielos o a la Luna llena. Y allá arriba, el que huye de las lágrimas de estos valles se siente consolado, el ambicioso se siente propietario en exclusiva y el majadero se siente como un dios. Mi padre se enfurecía cada vez que la tragedia alpina añadía otra cruz y otro miserere a su nómina de locos. ¿Qué necesidad hay?... ¿Y dónde está el gozo: en alcanzar una cumbre o en contarlo después con alarde?... De todo hay. La montaña es también escuela donde el que aprende se enseña y el que es necio no aprende. En sus paredes verticales y salientes hay un síndrome de superación grapado con clavos ardiendo. Y hay vómitos de adrenalina que se vuelven a tragar cuando suben a la boca... Y tirosinas, dopaminas, corticosteroides y toda la droga que fabrica el cuerpo cuando le ponemos en límites. Hay, pues, narcosis adictiva al vértigo y al vacío; y esto envicia tanto al que sube a dejar, como al que trepa a pillar... y no digo al que hace de ese narcótico un oficio de vacación pagada o negocio mediático.