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¿POR qué razón comenzarían a llamarle «Tirofijo» al comandante en jefe de la guerrilla colombiana que murió en marzo rodeado de su guardia personal (llámala pretoriana) de un vulgar infarto, que no es la forma más gloriosa de morir de un combatiente?... Tirofijo... Los que se tiran al monte tuvieron siempre un punto de admiración porque su apuesta es pasarlas apretadas, putas o mortales. La fijeza en las ideas que les lanzan a ello es lo que asombra. Matar por ellas las refuerza de tal modo, que nadie que combate se cuestionaría jamás la razón del fuego. Apuntan siempre a lo mismo, marcado el objetivo de antemano, van a piñón fijo y... a tiro fijo; ni dos milímetros se desvían. El viejo órdago que les empujó a tirarse al monte se petrifica en dogma y les apresa. Ni un paso atrás. Victoria o muerte. Pues hasta la tumba, comandante... tumba coronaria porque el patato hizo patatús. Y murió en brazos de su compañera que, si se hubiera llamado Adelita como en un corrido colombiano, García Márquez tendría que hacerle su última novela a Tirofijo, novela que, « si Adelita se fuera con otro », sería novelón previsible y muy de cine, perfecta salida para una telenovela culebrona. Pero en Colombia el monte es además una espesa selva. El monte guerrillero tiene su norma, un reglamento de guerra que se aplica sumarísimamente a quien lo salta. Sin embargo, la selva tiene también su ley que se come a la del monte. La selva puede hacer de la guerra un oficio, una oficina y una industria. ¿Cuántos años llevan las Farc en el negocio de la verdad absoluta, de la negociación imposible y de la prolongación del funcionariado del gatillo que cobra del filón de los rescates, de la mordida de la coca o del atraco al caminante?... Después de tanto tiempo, ¿cómo se sale de ese sistema de vida que lleva catecismo de muerte?... En los años setenta nos caían simpáticas algunas guerrillas de la América que habla español e insulta como nosotros. Hasta una curiosa parte del clero les entendía o estaba con ellos, gente creíble de talla teológica y honestidad. Caía bien el guerrillero porque inflaba las pelotas al cacique vitalicio (y a la Fruit Company que le instalaba). Era como un Zorro robando al rico para limosnear al pobre. Pero la guerrilla roba todo respeto cuando se convierte en industria y absuelve el crimen.