Diario de León

LA GAVETA

Antonio Pereira en Samaniego 9

Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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EL JUEVES 29 DE MAYO, al final de la mañana, fui al banco en la calle de Navellos de Valencia, a un paso del palacio de Benicarló, donde vivió don Manuel Azaña durante un año de la guerra, y que hoy es la sede del parlamento valenciano. Tomé luego la calle de Samaniego, que es estrecha, peatonal y silenciosa; y vi allí a un hombre sentado en el borde de una tronera, junto al portal número 9. Un hombre de unos treinta y tantos años. Alto, delgado, rubio y con uniforme de repartidor de bebidas. Tenía a su lado una carretilla con dos barriles de cerveza. Y estaba en medio de una gran paz, apenas a sesenta metros de la plaza de la Virgen, la más concurrida de Valencia. Pero donde él leía y esperaba, no pasaba nadie. Y ese es uno de los prodigios de Valencia: al lado del mayor bullicio hay vida de villa secreta. Porque la gente va por rutas fijas, no digamos los turistas, que se suelen perder tanto bueno, por culpa de las guías y los planos. Me fijé en el lector, advertí que el libro era de pastas amarillas. Pero no sabía qué autor había dentro, ni qué texto. De modo que, sin que aquel hombre se diera cuenta, absorto como estaba en la lectura, doblé levemente el cuerpo y, con gran sorpresa, supe que se trataba de un libro de Antonio Pereira. Concretamente, de su novela País de los Losadas , que en esa edición de bolsillo lleva un sombrero en la portada. Me pareció extraordinario. No por leer a Pereira, merecedor de todos los lectores, sino porque se trataba de un libro editado hace bastantes años, y no de los más conocidos del narrador berciano. Avancé por la calle poco a poco, y antes de llegar a la curva que hace la calle Samaniego, ya cerca de la de Serranos, me di la vuelta. Tenía que digerir la sorpresa. Fui avanzando muy lentamente hacia aquel hombre. Luego me detuve y llamé por teléfono a Antonio Pereira. Exactamente a las 12.53 (no borré el dato). Antonio se puso enseguida. Nos saludamos, sonó su voz cordial, cálida, grande. Y le conté lo que estaba sucediendo. Él quedó fascinado, se alegró mucho; me dijo que nunca le había pasado eso en toda su vida. Lo que ratificaba que mi decisión era buena. Y todo esto lo hablaba con él, mientras me iba moviendo hacia el número 9. Cuando llegué junto al lector, que estaba muy embebido, le dije la verdad: que tenía al teléfono al autor de su libro, a Antonio Pereira. Aquel hombre no se lo creía; quedó estupefacto. Porque no sabía, claro, que yo había averiguado sigilosamente qué libro estaba leyendo. Le dije que me había fijado al pasar y le propuse hablar con don Antonio, del que era amigo. Y dijo que sí. Maravillado, confundido, lo primero que pronunció fue: «¿Pero usted es Antonio Pereira de verdad?» Claro que era. Y Antonio le tuvo que preguntar si procedía de León, porque escuché al lector decir que no, que era de Valencia. Algo más hablaron, y el lector dijo que el libro le estaba gustando mucho. Luego se despidieron. Y ya de nuevo yo con Antonio Pereira, le informé de qué obra se trataba, y él se extrañó aún más porque País de los Losadas es un libro hermético, me dijo. Luego también me despedí de Antonio y, ya de nuevo en la curva, volví otra vez sobre mis pasos. Para entregarle una tarjeta mía al lector. Fue entonces cuando observé que iba por la mitad del libro. Luego le pregunté dónde lo había comprado y me remitió a una vieja librería valenciana, para mí la mejor de la ciudad, llamada París-Valencia. Sé que habrá quien no se crea esta historia, pero es rigurosamente cierta. Yo luego ya me limité a doblar la curva de Samaniego, ahora sí. Al fondo quedaba aquel hombre feliz, ya de nuevo ensimismado en la gran prosa de Pereira.

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