Diario de León
Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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DESDE MUCHO ANTES de la aventura de Adán y Eva en el Paraíso, los seres humanos estamos esforzándonos en establecer las leyes, que algunos estiman como de rango sagrado, para conseguir la unión de los hombres y de las mujeres, no importa que tengan o dejen de tener buena voluntad. El caso es que se quieran, que se toleren, que se admiren, lo bastante como para soportarse. Y esta que es una norma antiquísima, tal vez establecida en las noches apasionantes de Adán, cuando se trasladó a la que damos en llamar vida pública, que a veces no es ni pública ni privada, sino todo lo contrario. Como ejemplo realmente ejemplarizador podríamos seleccionar en nuestro tiempo, la agria competición de los profesionales del Voto y del Foro por conseguir el puesto que, según ellos, tienen allí para «en mientras vivan», dicho esto en lenguaje llionés. Porque es en León, que es tierra entendida en idiomas, en donde se están dando las diferencias más notables entre los personajes y «las personajas» que ambicionan un puesto, aunque sea de cabo de cornetas, como el comer. La lucha por el cargo, cuanto más sustancioso mejor, se ha convertido en una guerra sin cuartel y figuras de todo el relieve exigible, que andan y no se detienen en la conquista del poder, se lían la manta a la cabeza y se devuelven los retratos y las cartas de amor, para jurarse odio eterno, como Aníbal a los romanos. Y el pueblo elector asiste, no sin asombro a este desmadre del cual no puede esperarse sino trampas, fatigas y robos a mano armada. En Madrid, por ejemplo, que es la madre de la madre patria están cubriendo de sangre blanca la tierra heróica de Daoiz y Velarde los muy ilustres señores Doña Esperanza Aguirre (las señoras primero como en los naufragios) y el señor Gallardón, alcalde por derecho de de la capital de las capitales, como la señora Aguirre, es dueña y señora política de la comunidad. Y lo que en tiempos venturosos fueron amoríos y floripondios, por nunca se sabe qué ocultas rivalidades, rompieron sus relaciones y sin contar con el señor Moratinos, que para eso está, amenazaron con abandonar la Plaza y dedicarse a la lectura del Kempis. Fueron días oscuros de sangre, sudor y lágrimas, y a punto estuvo el partido al cual ambos pertenecen de romper lazos y tirar cada uno por su lado, que es siempre al lado del negocio, de la influencia y del poder. Y el señor Rajoy, que actúa en razón de su condición de mariscal de campo, intervino y al cabo de cierto tiempo y algún que otro gesto más bien cómico, se reunieron de nuevo, se dieron un beso y mirando para el tendido, hicieron las paces y se produjo el milagro: La unión entre las partes. El relato de este rompimiento y de su obligado encuentro parece resultado de un guión para un sainete madrileño, pero no. Se trata del afán que apremia y angustia a todos los padrecitos y madrecitas de la patria, desde estos citados por una parte y los no mencionados siquiera por la otra. ¡Qué razón tenía Leopoldo de Luis, cuando decía: «Cada uno hace la patria con lo que tiene a mano».

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