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DICE Saramago (magnífica escritora, Sara Mago, según Esperanza Aguirre) que le gustaría ser recordado por tallar literariamente la imagen de un perro que lamía el llanto de una mujer, «el perro de las lágrimas» que tiene ya su trono inmortal en su « Ensayo sobre la ceguera », aquel perro arrimado a una mujer que intentaba salvar a un grupo de gentes entre las que se encontraba su marido, mujer rota a la que sólo pudo enjugarle el llanto con la lengua, pomada animal donde las haya, la mejor para las heridas del pellejo o del alma. Es la imagen de la compasión, del «padecer con», borbotón de sentimiento que se aporta a un dolor ajeno cuando no puede hacerse nada para remediarlo. Es « sentir el dolor de quien sufre sin merecerlo », definió Aristóteles. La compasión no cuesta, pero es cara y rara de venderse en tiempo de miedos, castillos y desapegos, tiempo en el que cada cual ha de lamerse sus heridas. «Vete sólo a lo tuyo», te dicen. ¿Dónde está ahora el perro de Saramago?... La ciencia tiene medido, además, que quien siente compasión mejora su salud y sus glándulas secretan inmunoglobulina. No sólo. La generosidad elimina estados negativos. Lo que se da a los demás es peso que se quita de encima y nos alivia. Sólo ganamos lo que perdemos. Compadecerse es desear la felicidad del otro sin la que uno tampoco sería feliz. Hay gente compasiva por este mundo adelante, pero ni son muchos, ni son escuela y nunca serán noticia. Los focos de la atención describen la selva en la que vivimos y lo indiscutible de sus leyes. No cabe la compasión por el ñu que cruza el río de los cocodrilos. ¿Recuerdas?... Entrada de una iglesia; dos andrajosos tullidos claman por una limosna; la mayoría de devotos pasan; no es mañana compasiva; se agobiaban los dos tipos tirados a pedir llorando... se dispone a entrar uno con trazas de fortuna en trajes y leontinas; elevan los pobres su lástima, «por compasión, una limosna, que nos morimos»; el ricacho detiene el paso, mira a uno y otro y elige al más joven, le dice «toma, para que no pidas más» y entra a sus rezos; el pobre apreta los brazos contra el regazo, como guardando, y el colega, entre curioso y envidioso, pregunta «¿qué... qué te ha dado?»... y responde el otro expirando: ¡una... puñalada!...

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