LITURGIA DOMINICAL
¡Ésta ya me la sé!
Podría ser ésta la expresión de muchos católicos al escuchar el Evangelio de mañana: la parábola del sembrador. Son palabras conocidas. Hoy día vivimos en un mundo lleno de palabras, de falsas palabras, de palabras egoístas, de palabras interesadas. Palabras que con no poca frecuencia no sirven ya para la comunicación entre los hombres, palabras utilizadas para el dominio del hombre por el hombre. Una de las formas más sutiles de dominar al hombre la constituye hoy la propaganda. El reclamo publicitario es la perversión misma de la palabra humana y lo que debiera estar al servicio del amor se convierte en el medio más eficaz al servicio del egoísmo; más aún, la propaganda no duda en instrumentalizar los más nobles ideales del hombre al servicio de un producto vulgar. La propaganda nos puede hablar de amor, de paz, de justicia, de amistad, pero todo ello es un pretexto para vendernos un seguro de vida o un producto de limpieza. Una vez más vamos de la mano de san Agustín: «San Pablo dice en sus escritos que fue enviado a predicar el evangelio allí donde Cristo aún no había sido anunciado. Sale a sembrar el sembrador no perezoso. Pero ¿qué tuvo que ver con esto el que parte cayera en el camino, parte en tierra pedregosa, parte entre las zarzas? Si hubiera temido a esas tierras malas, no hubiera venido tampoco a la tierra buena. Por lo que toca a nosotros, ¿qué nos importa? Lo único que nos atañe es no ser camino, no ser piedras, no ser espinos, sino tierra buena para dar el treinta, el sesenta, el ciento, el mil por uno. Sea más, sea menos, siempre es trigo. No sea camino donde el enemigo, cual ave, arrebate la semilla pisada por los transeúntes; ni pedregal donde la escasez de la tierra haga germinar pronto lo que luego no pueda soportar el calor del sol; ni zarzas que son las ambiciones terrenas y los cuidados de una vida viciosa y disoluta. ¿Y qué cosa peor que el que la preocupación por la vida no permita llegar a la vida? ¿Qué cosa más miserable que perder la vida por preocuparse de la vida? ¿Hay algo más desdichado que, por temor a la muerte, caer en la misma muerte? Extírpense las espinas, prepárese el campo, siémbrese la semilla, llegue la hora de la recolección, suspírese por llegar al granero» (Sermón 101). Nosotros también, escuchando esta parábola, lo primero que conviene que hagamos es reavivar la fe bautismal, la semilla que Dios ha sembrado en nosotros, su Reino de vida. Realmente, ¿deseamos y creemos en esta vida de Dios? ¿Llevamos en nuestro interior el anhelo de que este mundo nuestro esté lleno del amor, de la bondad, de la generosidad, de la justicia, de la igualdad que Dios quiere para todos los hombres? ¿Tenemos ganas de ser dóciles a las llamadas de Dios? Sólo así, sólo si creemos en este Reino que Dios siembra en nosotros y si lo deseamos de verdad, seremos tierra buena donde pueda crecer el fruto. Con esta fe, con este deseo, tendremos que dejarnos llenar por la Palabra de Jesús, por el Evangelio que él anuncia. Dejar que penetre en nuestro corazón, para convertir en semilla fecunda todo lo que él ha vivido, todo lo que él ha enseñado, todo el camino que él ha abierto.