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Publicado por
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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LA LITURGIA de la Palabra de mañana y de los próximos domingos quiere hacernos reflexionar sobre un asunto básico del Evangelio: el Reino de Dios, el tema central de la predicación de Jesús. Cada domingo, a través de las parábolas, nos acercará a una faceta distinta de este misterio. Hoy la parábola que nos habla del Reino es la de la cizaña y el trigo. Es también un texto conocido y un tanto peligroso: es fácil decir que yo y los míos (por ese orden) somos buen trigo y los que no son de mi cuerda o estilo son cizaña; y eso ponerlo como elemento de juicio en muchos órdenes de la vida. La parábola es en su núcleo esencial un canto y una invitación a la esperanza, pero a la de Dios no a las nuestras, a saber confiar y esperar a su estilo. Dios Padre es paciente, da tiempo al tiempo, pero se las ingenia para hacer que la espera esté llena de llamadas y de gracia. La paciencia es una espera amorosa, convencida de que, por don de Dios, cada persona es un ser de posibilidades. ¡Incluso nosotros mismos lo somos! Hace falta una ascética o esfuerzo para alcanzar actitudes serenas ante todas las posibilidades que nos envuelven. He de empezar siendo paciente conmigo mismo, aceptándome con los límites que me son propios y que me definen. He de amar a los de casa con su manera de ser y de obrar. He de aceptar deficiencias de personas con quienes colaboro en el trabajo o en la cultura. He de saber mostrarme con más dominio ante las circunstancias y actuaciones deficientes. Si no, yo mismo seré cizaña. La paciencia es un signo de verdadera fortaleza y el convencimiento de que la historia tendrá un final feliz, porque está en las mejores manos, las del Todopoderoso y Misericordioso. La paciencia cristiana, concreción del amor, engendra en nosotros la esperanza de que la gracia de Cristo es más fuerte que todo mal. Y nos lleva a la certeza de que la salvación realmente se ha iniciado y dará sus frutos. La Eucaristía es el gran memorial de la misericordia de Dios por nosotros. Cristo continúa entregándose por nosotros amorosamente. La participación eucarística ha de ser también en nosotros realidad de misericordia hacia los demás hombres, verdaderos hermanos nuestros, para los que queremos lo mejor: la salvación. Es la tensión permanente que nos recuerda la segunda lectura: la humanidad vive un continuo parto, ilusionada con dar a luz una criatura perfecta. Pero su debilidad radical (el egoísmo, el vivir para sí) puede más que su ilusión y por eso su parto es trabajoso y decepcionante. Como parte integrante de la humanidad, los cristianos compartimos la grandeza y la miseria de esa misma humanidad. También experimentamos la debilidad es decir, el egoísmo paralizante, que nos encierra y nos entierra, borrando todo horizonte e imposibilitando toda colaboración en la tarea de creación de una nueva criatura. La persona egoísta está además incapacitada para saber pedir. Función del Espíritu es ayudarnos a salir del egoísmo abriéndonos la perspectiva del nuevo estado de felicidad y libertad, al que ya pertenecemos por nuestra condición de hijos. Esta acción del Espíritu es callada y del agrado de Dios Padre, que conoce la intimidad de las personas y es poco amigo de triunfalismos y represalias.