Diario de León
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LUIS ARTIGUE
León

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LA POESÍA como la música, como la vida, es una cuestión de ritmo. Así si uno tiene sentido del tiempo y de la trascendencia, sensibilidad, voluntad y un escudo de belleza con el que mantenerse a salvo de las embestidas de la parte negra de lo real, puede avanzar en su personal nivel de conciencia hasta llegar a un ritmo más acorde con los humanos ciclos naturales y mentales. Sí, si uno incorpora a su existencia el ritmo de la poesía y persevera en él, probablemente se irá quedando solo junto a eso que de verdad importa. Y vivirá interconectado a todo hasta no diferenciar misterio y vida. Y rozará esa irrenunciable quimera que en Oriente llaman nirvana, que Rilke denominó armonía y que Antonio Colinas identifica hermosamente con la luz. Por eso, en un momento de plenitud vital que sólo puede ir unido a la edad y la dedicada vocación, Antonio Colinas acaba de publicar su último libro de poemas titulado pertinentemente Los Desiertos de la Luz (Ed. Tusquets). Se trata de un libro espiritual y meditativo que nos invita a estar atentos a todo lo invisible que sucede ante nosotros. Un libro que, sin rehuir las miserias de la condición humana -véanse los poemas sobre la guerra, Jerusalén y el 11M- nos insufla con cadencia musical altas dosis de esperanza: «en el mundo aún habrá esperanza/ mientras alguien respire/ en paz la última música». De hecho Antonio Colinas, sin distinguir apenas entre vivir y viajar, entre recordar y estar, intensifica en estas páginas su panteísmo órfico y su anhelo de pureza y salvación para convertir sus versos en un compendio de sabiduría, ponderación y generosidad. Sí, Antonio Colinas, con ese microscopio emocional que es su poesía, hace de cada poema un elogio del detenimiento y de de cada cosa una equivalencia: por eso nuestro poeta parece entender que el mundo, como los koan del zen, es un punto de partida para la meditación: «estaba abriendo/ todo mi ser completamente a todo¿». «El paisaje es un estado de ánimo» escribió Vicente Alexaindre. En este sentido hay un momento en este libro en el que el paisajismo se vuelve emocional , y nos trasporta, y nos embriaga: «Para apartar la muerte/ toda la primavera ha cantado la lluvia/ sobre los bosques de la isla/ y sobre el negro corazón de las grutas»... «Estos campos/ incluso hoy más que ayer/ son un sueño que se desborda en mar»... Así, mientras el poeta vaga «por el laberinto de su tiempo», uno transita con él por lugares que son cruces en el mapa de carne de Colinas -Ibiza, Salamanca, Jerusalén, Bruselas, Ávila, Roma, Jericó, el Mar Muerto¿- y los revisa todos con su mirada rebosante de sacralidad, y así aprende a mirar. Además las dosificadas referencias culturales -Santa Teresa, San Juan, Ana de Jesús, Jorge Manrique, Tolstoy, Glenn Could, Bach, Händel¿- junto a un eclecticismo espiritual que une el misticismo cristiano con el taoísmo y la tradición oriental con la occidental, no sólo convierten a este libro de poemas, como ya se ha dicho, en una educación de la mirada sino igualmente en un tratado para buenos viajeros. Asimismo esta poesía, además de ahondar en la identidad individual, promueve la verdadera convivencia en estos tiempos nuestros en los que los excesos y lateralizaciones de la política dificultan la convivencia. De hecho hoy el escepticismo campa a sus anchas, y hace falta mucha fe en el hombre para desear seguir siendo un ciudadano. Pero Antonio Colinas, que está lejos del escepticismo, nos muestra desde el primer poema hasta el último que el lado negro de la realidad no apagará nunca la luz del mundo. He aquí pues un libro acogedor y hospitalario que te invita a abrirlo y a acomodarte dentro: «quédate aquí, no partas en la noche: oirás/ cómo dentro de ti y de la piedra/ brama la luz». Un libro que regresa al origen de la lírica para recordarnos así que la poesía, como la vida, es un ir y venir siguiendo el ritmo de los sonidos más humanos¿

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