Diario de León

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JULIO, como mes, es extremo: o enciende la sangre que pide guerra o la enfría con modorra bajo una acacia en la paz de una siesta. Las grandes dormidas y las revoluciones guerreadas son para el verano, sostiene Maurice Duverger. Con buen tiempo y soplando un poniente africano, Trillo conquistó el peñasco de Perejil porque se le puso tiesa la patria; y Franco tuvo una erección sublevada a la que llamó alzamiento montando un pifostio infernal que tuvo a los españoles tres años seguidos segándose yugulares... y una eternidad cicatrizando en falso. Por julio, cada año, llegaba en campaña de verano a esta tierra como quien acude ansioso a la costera del bocarte un Almanzor con tropa inmensa; asolaba y expoliaba. Las gentes que resistían en los pocos lugares habitados de esta despoblación desolada se echaban al monte en julio viendo al sur la polvareda cordobesa que llegaba. Al monte se lleva poco; y el silo o los ganados quedaban atrás para botín. Al poco, desesperaron y huyeron jurando venganza y reconquista. León, entonces, fue un vacío, tierra quemada y abrojo durante todo un siglo, asegura Sánchez Albornoz. Cada vez que nos tiramos al monte perdemos un siglo y España ha estado de monte desde Viriato. Lo consideramos como heroico vicio histórico, filosofía crónica de resistencia, espanto... y revancha rumiada que pide vez. Lo peor es que esa vez acaba llegando. La tortilla siempre tiene dos caras. Y otra vez al monte... y otro al mango de la sartén. Cuando arde julio, enrojece el atardecer y las nubes planchadas del horizonte son como gasas de quirófano en carnicería. Son cielos que parecen anunciar vísperas de incendios o un hervor de sangre en los ojos del que tiene sed de justicia enterrando muertos. Dicen en Ardón que ese mismo enrojecimiento se vió aquí como nunca se había visto un 17 de julio de 1936... y que era un anuncio que nadie creyó. La brecha civil que al día siguiente se abrió en la crisma de la razón fue un caño, una torga rota de sangre que pudrió los surcos; y durante décadas las patatas supieron a cementerio. Entonces, el miedo y el odio visitaron las cunetas. La memoria las revisita hoy. Las víctimas son sagradas. Pero es que «todos los españoles se sienten víctimas doradas; unos de otros», dijo hace unos días aquí Agustín Jiménez.

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