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DE RODILLAS todos, oh Señor de los Anillos... olímpicos. Devotamente arrellanados en el sofá, proclamamos que el deporte espectáculo es la gran religión de nuestro tiempo. Ni mentimos ni exageramos. ¡Levantemos lo que cuelga!... Lo tenemos levantado hacia el Señor... Ninguna basílica, credo ni templo mediático alcanzaron jamás tanta parroquia. El deporte es ya la perfecta iglesia universal... con su sede papal en Ginebra, sus conferencias continentales, su pirámide de obispos federativos, sus sacerdotes técnicos, una multitud de diáconos de taquilla, catequesis de quince páginas en la prensa diaria y un gigantesco seminario planetario que vomita al mercado internacional deportistas convertidos en santos (o demonios) para encajarse en los retablos dorados de las glorias deportivas o ser arrojados a las tinieblas de la estadística o de los maderos tarugos. Oh, Señor de los Anillos de colorines... y de las medallas... ¿Qué mejor religión inventar? Aquí la feligresía paga además por ir a misa (a la grada). No se pasa cepillo, te atizan en taquilla. El negocio crece y crece. La industria que lleva al rabo impresiona:los fabricantes de chándals y pelotas son hemorragia de dicha y caja. Como religión, el deporte es menos muermo que un sermón (salvo Andrés Montes de locutor), es más liberal y cambiante, con muchísimos más santos para dar, tomar, olvidar o cambiar. Es una religión-tienda y a nosotros nos gusta comprar; religión súper. El pueblo bendito llena templos y adora embelesadamente al deportista patinado en oro y forrado de ficha millonaria, santos idolatrados, san Juan Futbolista, santa Marta Corredora, san Roque Ciclista, san Miguel Nadador... y Pedro Botero, de utillero. Los grandes arquitectos, y los enanos, ya no hacen catedrales, sino estadios, gigantescas basílicas donde se reza a los dioses del deporte haciéndoles cada cuatro años una romería olímpica de dos pares y medio de anillos. El poder laico (esta civilidad meapilas que aprendió de los curas el arte de la homilía hueca) quiere también erigir sus templos monumentales, sus erecciones (¿elecciones?) y hasta el concejal más tonto del pueblo más flaco sueña con su palacio de deportes, que le servirá además para meter peña o subirse al altar del mitin, su presbiterio.