CRÉMER CONTRA CRÉMER
La muerte en el aire
NOS HA de costar muchos días, semanas, meses y aún años olvidar la trágica fecha del verano 2008 cuando desprendido de las nubes un avión cargado hasta los bordes de gente, vida, alegre y optimista, fue desprendido de sus amarras y el destino impávido provocó el mayor estado de dolor que a España -que por cierto es tierra dramática- los dioses nos tenían reservado. Herido por sus propias impresiones o quizá, quien sabe, por azares imprevistos, aunque siempre posibles, el tremendo pájaro de acero, se rindió y se precipitó sobre la tierra encendida de sol provocando el incendio más trágico: Ciento cincuenta y cinco fueron las víctimas de tan espantosa hecatombe. Y quizá más de un centenar de los familiares de estos muertos (cabría decir líricamente «por la impura palabra del hombre sudoroso») tal vez, quien sabe, como fatídica señal de la naturaleza, para que corrijamos tantas torpezas, y cuantísimas inseguridades técnicas y políticas, como se nos están interponiendo para hacer nuestras rutas mucho más sentida y peligrosa. Las buenas gentes del verano y los pacíficos hombres del descanso, estupefactos, ante la tragedia, se hacen las clásicas preguntas que en estas situaciones suelen hacerse: ¿Cómo pudo producirse tan tremendo fallo? Porque tal vez, quien sabe, le hubo, se produjo, y el resto de los pobladores del país sufridor tienen todo el derecho del mundo para intentar conocer la verdad, no para redimir la frustración, sino para acercar a las familias de los caídos el testimonio de su pesar. Porque no es corriente que los pueblos sufran con frecuencia una desgracia de tal naturaleza ni por supuesto de tantísimo efecto de dolor entre sus supervivientes si les hubiera. En este caso español, si quedaron millones de familiares, de amigos, de vecinos, que se asoman a la espantosa, que aún siguen con el alma colgada de esta tremenda incógnita: ¿Qué clase de error, de descuido, de inútil confianza pudo constituir el motivo fundamental para que se produjera la matanza? Y, pese a que siempre resulta duro tener que añadir más dolor, mayor responsabilidad sobre los ya señalados con el dedo de la duda o de la acusación, se haya producido. No queremos culpables, sino verdades. Estos muertos del verano que andan con sus angustias, y con la vida a cuestas necesitan, merecen no una explicación sino una declaración, que rompa cualquier velo para que la justicia sirva cuando menos de humana comprensión. Una vez más, un día más una tragedia más está llamando a nuestras puertas, a nuestro corazón, y no vale que repitamos cualquiera de las exculpaciones habituales repitiendo ante la tragedia de Barajas que afortunadamente, al cabo de tanta sangre derramada, las cosas van bien, porque en ocasiones, pese a nuestro deseo ferviente de que las cosas no se produzcan, las cosas suceden. Y centenares de seres humanos mueren. Y esto nos obliga a tomar la vida en serio ¡Sentimos tanta desdicha!