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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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EN MUCHAS ocasiones, no siempre las más oportunas, al ser humano se le suelen escapar frases, modismos, traducciones que expresan perfectamente el estado de ánimo en que se encuentra el que las pronuncia: Por ejemplo cunado dice: «A palabras necias, oídos sordos». Y aunque parece consigna que los políticos recogen con fruición para que se les perdonen sus muchas faltas, lo cierto es que se trata del resultado feliz de una experiencia o de una meditación. Condenar a un vecino a permanecer sordo ante las súplicas o las simples demandas de quien dispone de poder para enmendar errores y enderezar entuertos, puede ser catalogado o como un estado de irritación, de exaltación o de propósito de vergüenza. El sordo es siempre y por su desgracia un dejado de la mano de la fortuna, de los dioses, para convertirse, inevitablemente en una muestra de anulación de porciones importantes de vida. No disponer de suficiente capacidad auditiva es siempre un motivo de oscura, de resentida tendencia a abandonarse. O mejor a sentirse abandonado. En relación con los sentidos de los cuales nos valemos sencillamente para vivir, la humanidad se siente injuriada, abandonada, dejada de la mano de Dios y de los hombres. Y clama al cielo: «Llamé al cielo y no me oyó¿» se dice en el Tenorio, culpando a su dios personal de tanta desgracia como la que anula su personalidad y su futuro posible¿ La sordera es, sin duda, uno de los males peores de cuantos nos pueden caer y aunque la filosofía se apresura a proponer modos de resignación para paliar este estado, tanto físico como ético y como político, siempre les queda a los sordos, por la gracia de la naturaleza esquiva, el remedio lírico que se aplica comúnmente a los ciegos: «Que no hay mayor desgracia que ser ciego en Granada». La humanidad sorda acogerá en el día 27 de septiembre el día Mundial de las Personas Sordas. Y nos alienta la esperanza de que ante tan enorme discapacidad, la sociedad, tan sensible, tan atenta y tan rigurosamente dispuesta a la ayuda del prójimo invente algún sabio escondido o tal o cual milagro esperado precisamente como agua de mayo, y abrirá sus puertas y sus brazos para acoger a todos los que padecen incapacidad de audición, que es, repetimos, la enfermedad o defecto más triste de cuantos acechan, para asaltar la fortaleza humana. Y ¡a lo que íbamos señor!. Y es que a que de entre todas las virtudes o capacidades que pueden afectar a la vida humana, pocas resultan tan profundamente desoladoras como la de la sordera. Y cuando esta se establece en los centros neurálgicos del poder público y el presunto oyente no alcanza ni los sonidos del viento, se produce inevitablemente tal estado de inconveniente para vivir que puede decirse y con harta razón que un sordo es, en realidad un medio muerto. Porque no será escuchado no alcanzará la intención de la palabra que se le dirija. El sordo actual es un abandonado total, un paria, un fantasma de sí mismo. Y entonces surge la copla de Miguel Hernández. ¡Ay, troncos de soledad, hermanos de tristeza donde rompo a llorar!

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