EL AULLIDO
Algo más que literatura leonesa
IBAN, VENÍAN, SUBÍAN, BAJABAN pero siempre intentando coincidir. Se comían a miradas, que no a besos, porque entonces besar era un rito privado. Con sus encuentros furtivos forjaron un puente que una vez cruzaron y tuvieron seis hijos. Él era cubero y ella -ahora lo llaman «de profesión: sus labores»- oficiaba como pilar o algo así ya que realmente sujetaba la casa. Trabajaron duro en aquellos años duros y entonces supieron del hambre como motor que va diseminando a las personas por los mapas. Pero sorprendentemente el hambre no les dio resentimiento sino arranque y les dotó asimismo de cierta empatía para con los que sufren, la cual nos inculcaron con la elocuencia del ejemplo y la creatividad autodidacta de la bondad. ¡Aún hay un beso en el centro de los abuelos! Él había ido a los frailes, estuvo en la Guerra de África, leía lo que podía, era republicano y quería que sus hijos estudiaran. Ella no estaba tan instruida, creía que ser republicano consistía en no ir a misa, de las guerras sólo pensaba en los muertos, y les quería a todos ellos, y le quería a él. Oh, de los abuelos maternos ahora me ha llegado eso, pedazos de frases a medio coser, mitología y suelo en el que apoyarme. Su historia se cuela hoy en mi cuaderno para que no se me olvide que todas las historias pueden ser La Historia. Desde esta biografía a vuelapluma, o a partir de cualquier otra de esa generación, se puede reflexionar sobre el sentido de la literatura actual o sobre la jerarquía de las autoridades y las admiraciones, pero siempre quedará un espacio para la ternura. Al final y después de darlo todo ella se durmió en ese sueño no elegido mientras él, con su llanto de inoculado orujo, no dudó en seguirla lo mismo que un sonámbulo poco tiempo después -bello gesto de amor y sobre todo de costumbre-. Recientemente visité su vieja casa, y rejuvenecí mirando el columpio, en el patio. Y el pozo. Las herramientas oxidadas por un olvido lento. Entonces me dio por recordarles como si aún deambularan por allí -dignos sobrevivientes de si mismos-, como si me escucharan. Al irnos y cerrar el portón de la calle -quién sabe por cuánto tiempo- la noche otoñal de Grulleros nos saludó tan limpia que casi parecía poder leerse el número y el nombre de todas sus estrellas, como dice Neruda en un poema. Entonces me propuse escribir su historia porque intuí que me haría falta releerla muchas veces, pero no pude... Lo hago por fin ahora como quien se adentra en esa noche otoñal que es uno mismo con una linterna en la mano, para intentar así estar a salvo de la sobredosis de presente que nos circunda. Y es que ciertamente en esta sociedad urgente y vertiginosa se pondera tanto la juventud, la inexperiencia, la rivalidad, la pose, la tontería, la falta de alma en cualquier caso, que mirar hacia atrás se ha convertido en algo no solamente necesario, sino acaso la única función de la literatura concienciada. Me vino este pensamiento en el homenaje que esta semana el mundo de la literatura leonesa ha preparado en honor a Antonio Pereira. Allí nada más verle le di un beso como hacía entonces cada vez que venía el abuelo, y me ha resultado por eso imposible verle en su propio homenaje como un escritor en vez de como un anciano feliz que, precisamente, ha dedicado su vida a una literatura reposada y lenta que nos alivia la actual sobredosis de presente. Creo pues que lo mejor que sé decir sobre Antonio Pereira es que cuando lo leo siento siempre algo parecido a cuando recuerdo a mis abuelos, ellos, con su paso lento, sus pequeñas cosas, aquella mirada enlagunada pero acompasada que en realidad no estaba para guerras ni paces... Él era cubero y ella pilar de casa. A mí me gusta su historia envuelta en papel de estraza porque podría ser la de todo León.