CRÉMER CONTRA CRÉMER
Constitución para todos
PUES VERÁ USTED, SEÑORA: la Constitución es o viene a ser, a vista de ignorante, como las tablas de la Ley que recibió Moisés para un pueblo fugitivo y desnortado, ya con el becerro de oro como tentación de la comunidad peregrina en busca de la tierra prometida. Dicho de manera menos teológica añadamos que la Constitución que el día 6 de este mes de diciembre del año 2007 se proclamó es la Carta Magna, el Catecismo, la ley de leyes por la cual España, o sea todos los acogidos bajo el signo y señal de España, se ampara, se gobierna y se reconoce. Hubo un tiempo -¡Hay tiempo para todo y para todos!- en que un señor presidente de la Diputación del pueblo en el que vivo, me llamó a capítulo para decirme que había pensado en mí para que ejerciera de pregonero de la Constitución. Y yo me apresuré a declarar: «Yo no soy digno de que entreis en mi pobre morada», como se proclama en el Catecismo católico, apostólico y romano; «yo no me considero ni con los conocimientos ni siquiera con la devoción que fuera menester para transmitir a los demás lo que se pretende exhibir públicamente como norma de conducta y de conocimiento de la vida española». Para ello, se me aseguraba, los representantes legítimos de la nación reunidos y aclamados, al cabo de días y días de debate y de análisis en profundidad sobre el delicado tema de promover la ley de leyes que debía ser la Constitución, llegaron a un final feliz: Los padres de la pátria habían al fin convenido en que era necesario para una vida común generosamente urdida, disponer de un mecanismo inalterable, o poco menos, y sobre todo respetable para conseguir que la díscola España, tan de contínuo sometida a los efectos de su carácter nacional, tan dada a la gresca y a la discordia, se obligara a controlarse y a atenerse a lo que el texto nacional de la Constitución el estableciera como medio para el entendimiento total y la exaltación legal del espíritu de convivencia. Porque sin estos principios ni con la Constitución ni con la Monarquía, ni con la República, tienen nuestras penas remedio. Y el buen pueblo, una vez recibido el mensaje, entendió que efectivamente un pueblo no puede desarrollar sus voluntades ni sus afanes derechamente si no se atiene a los principios fundamentales expresados en la Constitución. En aquel día verdaderamente histórico, en el cual me había cabido el honor de intentar la interpretación leal de la Constitución de la España áspera y espléndida, se avivaron las ascuas de la gran hoguera que, lo querramos o no, está encendida en el interior de todos nosotros y me sentí como obligado a prestar mi apoyo a aquel mecanismo que prometía pelear también por alcanzar la fidelidad y la dignidad que la convivencia nacional exigía, ya que de no ser así, de no conseguir desterrar los pecados nacionales mortales de necesidad, dados los tiempos adversos que se nos anunciaban ya, la nación, la España de todos se quebrantaría hasta ser reducida a escombros... En mi profunda ignorancia sentía como si al fin se me hubiera librado de unos duros vestidos y la Constitución me permitiera en el futuro, una vida en libertad. ¿Hemos conseguido los españoles lo que la Constitución, el gran libro de nuestra doctrina nacional, nos prometía? Mucho nos tememos que no. Y cuando se nos anuncia la hora de la revisión constitucional para su enmienda y raspadura, nos echamos a temblar... Porque en política -¡ay!- cada más, menos...