CORNADA DE LOBO
Hambre ingeniera
HE VISTO una lata de fabada Litoral reestañada, con su pitorro y su tapón, convertida en aceitera. Reciclado ingenioso se llamó siempre la cosa. Colgaba de un tenderucho de dos palmos que, como los kioskos, tiene cada día que sacar, tender y colgar a la calle su mercancía de tal manera, que hasta la puerta queda emboscada entre un atiborre de chacharrería ahorcada. Había allí muchas más latas reaprovechadas, pero de fabada sólo la que digo. Tenía aquella tienda-taller su maravilla, porque estas cosas ya no se ven. Lo paradójico era que esa lata fuera de fabada española y aquello se llamara Marrakech; paradójico, porque la fabada le viene al moro como sopas al culo, ya que el tocinamen y la morcilla son jalufo maldito, carne marrana prohibida por el Corán. ¿Cómo llegaría esa lata infiel hasta un lejano sur de minaretes? Seguro que en su peripecia hay media novela. Estuvimos a punto de comprarla, pero eso hubiera sido una repatriación absurda, pues es allí, precisamente allí, donde está llamada a completar su novela, a vivir entre gentes humildes con su barata y eficaz función de alcuza, nombre árabe con el que también nosotros llamamos a ese cacharro con asa (« eres más curioso que un cacharrín con asas », dice el mejor piropo que se le puede escapar a un cazurro). Tres cuartas más allá de este garito artesano había otro no menos curioso entre aquel enjambre seguido de tienducas alieadas de seguido y cada cual con su abigarrada mercadería tendida o arqueando la entrada. En una de ellas, lo que se exhibía era todo del mismo color y material: ollas grandes, cántaros de boca estrecha, capazos de bostezo enorme, calderos, cuévanos, baldes... De lejos, cualquiera hubiera asegurado que se trataba del tenderete de algún alfar de barro negro como el que cuecen al sol en Canarias, cacharrería morisca y rara. Pero suposiciones y dudas quedaban disueltas por el operario que se afanababa en trocear viejos neumáticos y cubiertas de coche o camión que convertía en cacharros de mucha utilidad e impecable hechura. Se les veía duraderos, eternos. Aquí esos neumáticos nos plantean un problema morrocotudo. Para aquel artesano son una solución, un oficio... y toda su vida. Es la diferencia que hay entre un fartuco protestón y un pobre que ha de ingeniárselas. Que venga.