LITURGIA DOMINICAL
La Cátedra y la Palabra
CELEBRAMOS este Domingo próximo la Fiesta de la Dedicación de la Basílica de san Juan de Letrán, la catedral de Roma, la primera «entre las iglesias de la urbe y del orbe». Tal vez para muchos esto sea una novedad: muchas veces se piensa sólo en la Basílica de san Pedro como lugar propio del Papa. Para entender el verdadero sentido de esta fiesta, así como de todas las fiestas que celebramos en el aniversario de la dedicación de cualquier iglesia, conviene revisar un poco nuestras ideas y nuestro vocabulario respecto al templo cristiano. Porque vulgarmente llamamos iglesia al edificio material que alberga a los cristianos reunidos para dar culto a Dios, siendo así que, en sentido bíblico, la verdadera iglesia en la que habita el Espíritu Santo, es la comunidad cristiana. Decimos que la iglesia es casa de Dios y que, por lo tanto, merece sumo respeto, siendo así que Dios está con nosotros allí donde dos o más nos reunimos en su nombre. Hace apenas 15 días se clausuraba el Sínodo de los Obispos dedicado a la Palabra de Dios y en su hermoso Mensaje Final se nos recordaba una serie de cosas que merece la pena tener en cuenta. Destaco sólo algunas: Hay una presencia divina en las situaciones humanas que, mediante la acción del Señor de la historia, se insertan en un plan más elevado de salvación, para que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad». Nuestra fe no tiene en el centro sólo un libro, sino una historia de salvación y, como veremos, una persona, Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne, hombre, historia. Precisamente porque el horizonte de la Palabra divina abraza y se extiende más allá de la Escritura, es necesaria la constante presencia del Espíritu Santo que «guía hasta la verdad completa» (Jn 16, 13) a quien lee la Biblia. La Palabra eterna y divina entra en el espacio y en el tiempo y asume un rostro y una identidad humana. Tan es así que es posible acercarse a ella directamente, como hizo aquel grupo de griegos presentes en Jerusalén cuando pedían, «Queremos ver a Jesús» (Jn 12, 20-21). Cristo es «la Palabra que está junto a Dios y es Dios», es «imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación» (Col 1, 15); pero también es Jesús de Nazaret, que camina por las calles de una provincia marginal del Imperio Romano, que habla una lengua local, que presenta los rasgos de un pueblo, el judío, y de su cultura. El Jesucristo real es, por tanto, carne frágil y mortal, es historia y humanidad, pero también es gloria, divinidad, misterio: Aquel que nos ha revelado el Dios que nadie ha visto jamás (cf. Jn 1, 18). El Hijo de Dios sigue siendo el mismo aun en ese cadáver depositado en el sepulcro y la resurrección es su testimonio vivo y eficaz. Precisamente porque en el centro de la Revelación está la Palabra divina transformada en rostro, el fin último del conocimiento de la Biblia no está «en una decisión ética o una gran idea, sino en el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (2, 42), esboza la arquitectura de la Iglesia basada sobre cuatro columnas ideales, que aún hoy dan testimonio de las diferentes formas de comunidad eclesial. Hagamos silencio para escuchar con eficacia la Palabra del Señor, porque seguirá habitando, viviendo en nosotros y hablándonos. Hagámosla resonar al principio de nuestro día, para que Dios tenga la primera palabra y dejémosla que resuene dentro de nosotros por la noche, para que la última palabra sea también de Dios.