Diario de León

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CADA cual tiene sus manías, gustos y colores. Hay, por ejemplo, quien odia las hamburguesas por principios morales y hay quien se envicia arreándole unos bocados que hacen biseras aunque sean de tres pisos. El progre de mi tiempo se oponía a la hamburguesa por considerarla el plato nacional del imperialismo yanky como aquí lo es el cocido. La hamburguesa era el fast food del envilecido consumista. ¿Quién no escuchó la leyenda sembrada con las múltiples componendas ratonas o perreras que podría ocultar ese filete redondo de carne triturada?... No se hacían los mismos ascos con las albóndigas (¡almóndigas!) y, sin embargo, también su carne trillada guarda enigmas. Y el caso es que ni la hamburguesa ni el perrito ardiente eran invento americano, sino alemán, mayormente, aunque tampoco se libran de sospechas por andar picando y mezclando carnes o poniendo a fermentar la berza. Y si es por sospechar, ¿qué decir del embutido, en el que ni siquiera se ve o intuye lo que va dentro? Por eso la vieja Rolindes decía siempre «¿carne en calceta?... pal que la meta». Las hamburguesas de aquí eran entonces los filetes rusos, redondillos también, adobados con ajo, perejil, cebolla, huevo y vestidos de pan rallado para que crujieran recién fritos. Al franquista contumaz y perrero le jodía un rato largo que dos platos tan populares y españolizados como este filete y la ensaladilla se apellidaran rusos, así que los coroneles chorras decretaban que en las órdenes de retreta se anunciaran en el rancho como «ensaladilla nacional» y «filete empanado». A la hamburguesa le canta ahora su virtud Ferrán Adriá. Pues bien, tengo para mí que la hamburguesa más rotunda de la contorna y de quinientos kilómetros alrededor se hace en esta ciudad en un bar de chaflán y con su solera. A la hamburguesa que digo la llama su inventor «bomba». Y lo es. Explota con sabores trabados a la vez porque va propinada sin duelo (hasta huevo frito lleva). La descubrí hace más de veinte años y la sigue haciendo hoy su atinado componedor. Se llama Andrés y puedes preguntar por él en el paseo de la Facultad donde radica su oficio y local porque es todo un catedrático de la plancha. Pídele directamente «una bomba», aunque si dices «una guarrada» te echará una sonrisa y se acordará de mí.

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